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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

07/03/2019

El largo regreso a casa

En la previa al 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, Revista Haroldo publica un capítulo del libro “La marea sindical. Mujeres y gremios en la nueva era feminista” de la periodista y politóloga Tali Goldman, que reconstruye trayectorias de mujeres trabajadoras que militan en distintos espacios. En este fragmento, la historia de Ana Cubilla, secretaria general del Sindicato Único de Obreros Rurales (SUOR) en Misiones.

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Ana Cubilla encabeza una reunión gremial

El 16 de diciembre de 2011 Ana se quedó prendida al televisor. Era tarde, casi las 12 de la noche, pero no podía sacar los ojos de la pantalla. En el canal público estaban transmitiendo en vivo la sesión de la Cámara de Diputados en la que se trataba el Nuevo Régimen de Trabajo Agrario. La ley en cuestión rescataba algunos derechos básicos del Estatuto del Peón Rural que había establecido Juan Domingo Perón en 1944, cuando era secretario de Trabajo y Previsión Social, y que la dictadura cívico-militar iniciada en 1976 había eliminado. Ana prestaba atención a los discursos, en especial a los que explicaban que, con el nuevo marco regulatorio, las remuneraciones no iban a ser menores al salario mínimo, y se garantizaban horas extras, descanso semanal, condiciones adecuadas de higiene y seguridad. Y lo más importante: se ponía fin al concepto de jornada laboral “de sol a sol”, al fijarse como límite las ocho horas diarias y las cuarenta y cuatro semanales.

Lo que Ana todavía no entendía muy bien era otro de los puntos que se discutían y que sin dudas era el que generaba más polémica, sobre todo porque había sido rechazado de plano por la Unión Argentina de Trabajadores Rurales y Estibadores (UATRE), sindicato que dirigía Gerónimo “Momo” Venegas desde 1992 y al que ella había sido afiliada automáticamente. Durante esa jornada la UATRE había montado un escenario frente al Congreso de la Nación al igual que en 2008, cuando se debatía en un caldeado marco la resolución “125” que implicó 129 días de lock-out patronal. Como consecuencia de aquellos episodios que quedaron marcados a fuego en la historia reciente y que abrieron un debate profundo en la sociedad argentina, el Poder Ejecutivo había enviado el proyecto para la creación del Registro Nacional de Trabajadores y Empleadores Agrarios (RENATEA), un organismo estatal que reemplazaría al Registro Nacional de Trabajadores Rurales y Empleadores (RENATRE), el organismo público de gestión privada que dirigía Venegas, con el objetivo de fiscalizar y regular el registro de los trabajadores rurales. En pocas horas el “Momo” dejaría de tener el manejo político de ese ente, y puntualmente perdería el control de una caja importante de dinero.12 No era poca cosa. Venegas manejaba alrededor de 1,3 millones de obreros rurales. Pero apenas un cuarto de ese total, es decir 325.000, tenían salarios en blanco y componían el grupo más bajo de ingreso promedio de la pirámide salarial. Tanto él como su sindicato brindaron apoyo explícito a la candidatura de Mauricio Macri a la Presidencia.

A Ana se le cerraban los ojos, y en pocas horas tenía que levantarse para ir a trabajar; entraba a las 6 de la mañana a la multinacional de semilleras Satus Ager SA, donde se desempeñaba como supervisora de la planta en la que trescientas mujeres hacían el deschalado del maíz. El trabajo en la fábrica duraba tres meses, de diciembre a febrero, los siete días de la semana y la jornada obligada era de doce horas. Solo podían tomar un día libre en navidad o año nuevo. El trabajo era pesado; el deschalado del maíz es el último eslabón de la cadena previo a la exportación de la semilla, por lo tanto es una suerte de artesanía, casi quirúrgica.

La mañana del 11 de enero del 2012 –casi un mes después de aprobada la ley en las cámaras de Diputados y Senadores– Ana fue a trabajar como siempre. Pero ese día en particular su jefa la esperaba en la puerta:

—Ana, vas a tener que echar a dos de las chicas. A Miriam, porque está comiendo chicle, y a Zulma, porque fue muchas veces al baño. Ambas están registradas por las cámaras de seguridad.

Ana pensó que era un chiste. Nunca le habían pedido algo así y de inmediato se negó. Pero su jefa le dijo que no era una opción, sino una orden.

Al día siguiente Ana llegó, como todos los días, a las 6 de la mañana, pero en la puerta le negaron el paso. La habían echado. Sin entender, sus compañeras comenzaron un alboroto inusitado: decidieron no entrar a la fábrica e iniciaron un paro sorpresivo. A las 11 de la mañana treinta compañeras más fueron echadas y sacadas a patadas por la seguridad de la fábrica, todo por apoyar a Ana, que se había negado a despedir a sus compañeras.

Quisieron hablar con alguien de UATRE. Imaginaron que el gremio las iba a respaldar. Pero la propia jefa que las había despedido era la delegada del sindicato. Así funciona. Ana no sabía a quién recurrir. Pero tenía una cosa en claro: eso era una injusticia y no iba a permitir que ella ni sus treinta compañeras se quedaran sin trabajo. En ese instante, a los 41 años, Ana Cubilla comenzaba su carrera sindical.

***

Cuando Ana cumplió los 18 se fue de Misiones para no volver nunca más. Por primera vez en su vida salía al mundo de su hogar de madera en Agrícola Parejhá, un paraje frutihortícola en medio del campo cuya ciudad más cercana quedaba a veinte kilómetros. El papá de Ana se había asentado allí con su esposa y sus once hijos, en una casa precaria con letrina afuera, construida por el dueño del campo de diez mil hectáreas para que sus empleados vivieran en el mismo lugar donde realizaban la labor de cultivar cítricos.

Ana cursó la escuela primaria en un colegio rural a siete kilómetros de su casa. Iba y venía todos los días caminando. Cuando terminó séptimo grado y quiso ir a un secundario no pudo, el más cercano estaba a sesenta kilómetros. Ana sabía que, si se quedaba, no tenía otra opción; su destino era uno solo: ayudar a su mamá con la casa, la crianza de sus hermanos y, tarde o temprano, empezar ella también a trabajar la tierra. No quería eso para su vida. Su padre se negaba a que su hija se fuera. Lo sentía como una traición. Le dijo que si se iba de Agrícola Parejhá no volviera nunca más. Su madre, a escondidas, le dio unos pesos y le anotó en un papelito la dirección de la casa de una de sus hermanas que vivía en Salto, un pueblo en la provincia de Buenos Aires a 200 kilómetros de la Capital. Ana siguió el consejo de su madre. Por primera vez se subió a un colectivo y salió de aquel paraje remoto en el interior de Misiones.

Apenas llegó a su destino, consiguió un puesto en el Frigorífico Regional Salto. Durante diecinueve años trabajó en esa fábrica haciendo de todo: desde faenar vacas en plena madrugada hasta preparar cajas destinadas a la exportación de la carne, haciendo horas extras. Con lo que fue juntando, logró comprarse un pequeño terreno y construir su casa. Quería progresar, estar tranquila y formar una familia.

Pero en el año 1995 el frigorífico cerró y los quinientos empleados se quedaron en la calle. Durante catorce años pasó por diversos trabajos temporarios, algunos duraban más, otros menos; hasta que en 2009 entró a la Semillera Satus Ager SA. Como el trabajo en la multinacional era solo por tres meses –de diciembre a febrero–, durante el resto del año Ana disponía de una combi en la que trasladaba a los trabajadores que venían de Santiago del Estero a la provincia de Buenos Aires para hacer el trabajo del desflore y cosecha del maíz.

Aquel 11 de enero de 2012, cuando fueron despedidas, las compañeras se juntaron para ver qué hacer. Ana sugirió ir a la sede del Ministerio de Trabajo en Salto. Fueron. Allí les tomaron los datos, les abrieron un expediente y les dijeron que volvieran en una semana. Siguieron las indicaciones, pero los tiempos burocráticos que les proponían en la delegación iban en detrimento de su apuro por una eventual reincorporación antes de que terminara la temporada.

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Ana Cubilla

Las reuniones entre aquellas mujeres eran casi diarias. Una tarde, Ana fue tajante. Si en Salto no les daban respuesta, tenían que ir adonde se cocinaba el asunto, a la Capital. Eran ocho las que se animaron. Subieron a la combi y, después de dos horas de viaje, desembarcaron en la puerta del Ministerio de Trabajo. Las chicas eran bastante miedosas, recuerda Ana, y ella, invadida por un sentimiento de culpa sumado a su eterna caradurez, se puso al frente del reclamo.

—Buenos días, venimos en representación de treinta compañeras. Fuimos despedidas sin justificativo de la empresa Satus Ager SA, queremos saber qué tenemos que hacer porque no podemos quedarnos sin trabajo. Muchas somos jefas de hogar.

Los abogados del ministerio escucharon el reclamo, les indicaron que fueran al RENATEA y les explicaron que, más allá de una eventual reincorporación, a ellas les correspondía como mínimo un fondo de desempleo. Ana escuchaba por primera vez algunos conceptos. Quería saber más, ver cómo podía hacer para ayudar a sus compañeras. ¿Solo a ellas les pasaba eso? ¿Había otros trabajadores rurales en su situación? ¿Dónde estaba el sindicato? ¿Qué podía hacer el sindicato? ¿Las quería ayudar?

El tiempo pasaba y no había reincorporación ni fondo de desempleo. Pero Ana no paraba y se iba interiorizando cada vez más en asuntos sindicales. Para su sorpresa, en el RENATEA le dijeron que había muchísimos trabajadores en su situación, que no era la única, y la contactaron con otros compañeros de Salto. Ana empezó a dedicarse cada vez menos a realizar viajes en su camioneta, y cada vez más a entender y a pensar cómo solucionar su situación y la de tantos otros compañeros.

En esas idas y vueltas se contactó con Ernesto Ojeda, un sindicalista de la provincia de Salta que era el secretario general de un pequeño gremio de trabajadores agrarios que solo tenía la “simple inscripción”. Ojeda estaba armando una Mesa Nacional de Trabajadores Agrarios, espacio que funcionaba en el cuarto piso de la Jefatura de Gabinete de la Presidencia. Ana fue a un par de reuniones y se entusiasmó. Allí conoció al entonces ministro de Trabajo, Carlos Tomada y comenzó a entender la importancia de crear un nuevo sindicato en oposición a la UATRE, que la había abandonado cuando la echaron.

El 23 de noviembre de 2015, unos pocos días antes de terminar su mandato, el ministro de Trabajo firmó la normalización de varios sindicatos que tenían personería, entre ellos el Sindicato Único de Obreros Rurales (SUOR) en Misiones. Pero para poder concretar ese proceso las reglas burocráticas indicaban que tenía que ser alguien oriundo de Misiones, alguien que quisiera emprender la titánica tarea de reflotar el nuevo sindicato, con todo lo que eso implicaba: enfrentar a la UATRE, a la patronal y al gobierno local. La única misionera en esa Mesa era Ana, la que se había ido a los 18 años para no volver. No lo dudó. Como a los 18, armó un pequeño bolso y se fue.

***

A los pocos días de haber cumplido 39 años, en 1966, el periodista Rodolfo Walsh emprendió un viaje hacia el nordeste argentino. Junto al fotógrafo Pablo Alonso recorrieron Chaco, Corrientes y Misiones en búsqueda de historias. Una de ellas se tituló “La Argentina ya no toma mate” y fue la tapa del mes de diciembre de la revista Panorama. En la foto de tapa se puede ver a tres hombres de espalda levantando una bolsa con las hojas verdes de los yerbales. Walsh escribió una crónica magistral que narra, entre otros hechos, la expulsión de los jesuitas en 1767, la creación de la Comisión Reguladora de la Yerba Mate (CRYM) en 1935 –que se transformó en el actual Instituto Nacional de la Yerba Mate– y las pésimas condiciones en las que se trabajaba (y trabaja) en el campo: “Ahí están, hormigueando entre las plantas verdes, con sus caras oscuras, sus ropas remendadas, sus manos ennegrecidas: la muchedumbre de los tareferos. Hombres, mujeres, chicos, el trabajo no hace distingos. […] No hay cabezas rubias ni apellidos exóticos entre ellos. El tarefero es siempre criollo, misionero, paraguayo, peón golondrina sin tierra. Se acercan, nos rodean mansamente y no tenemos que preguntarles siquiera para que caiga sobre nosotros el aluvión de su protesta.

—Estamos todos abajo —dicen.
—Nuestro jornal no sube.
—El familiar no te pagan.
—Estamos atenidos.
—Apenas se gana para el pan.
—Si uno come medio kilo de carne a la semana, ya es lindo.
—Estamos a mate cocido.
—No tenemos ropa.
—J...s, eso es lo que estamos”.

Ana no conoce la crónica de Rodolfo Walsh. Pero no se sorprende. “Las cosas no han cambiado nada, está todo igual o peor”, dice, mientras ceba un mate con yerba Andresito –una cooperativa de su pueblo–, desde una oficina de la sede de la Mesa Nacional de Trabajadores Agrarios, ubicada cerca de Callao y Corrientes, en uno de sus viajes a Buenos Aires en los que aprovecha, además, para visitar a sus cuatro hijos.

Desde que vive en Andresito –una pequeña localidad de veintidós mil habitantes en la zona norte de Misiones, en la Triple Frontera–, hace ya dos años, vio con sus propios ojos las condiciones más crudas en las que puede vivir un ser humano. Cuanto más se inmiscuía en los campos y conocía la miseria más honda, cuanto más tiempo pasaba acampando en los yerbatales, durmiendo en el piso de carpas precarias, más segura estaba de que un nuevo sindicato era lo único que podía salvar a todas esas personas.

El Ministerio de Trabajo la había llevado como “normalizadora” del sindicato. Al estar vencidos los mandatos de la Comisión Directiva del SUOR desde 1994, sumado al fallecimiento del último secretario general, Ana era la encargada de constatar esa situación para volver a ponerlo en funciones. Fue un camino sinuoso y burocrático que duró casi dos años, durante los cuales logró tejer vínculos con otros compañeros y referentes de la zona. Pero, principalmente, Ana empezó a generar conciencia entre los trabajadores esclavizados sobre la importancia de pertenecer a un sindicato que realmente los representara. Ahora, ella ya es una experta en materia de legislación laboral y explica de memoria que la UATRE no tiene convenio colectivo de trabajo y que en el campo se trabaja “a destajo”, es decir, se gana un porcentaje en relación con la producción. Cuanto más se cosecha, más se gana. Por eso, las jornadas de trabajo pueden durar hasta veinte horas y muchos deciden ir con toda la familia para que les rinda más. Como el trabajo es estacionario, la mayoría decide acampar a cielo abierto en las condiciones más deshumanizantes. Cada vez que viene a Buenos Aires, les reitera a sus compañeros de la Mesa que, pese a la sanción de la ley, en el campo sigue habiendo trabajo esclavo. Entre 2013 y 2015, el RENATEA realizó denuncias penales que involucraron a más de mil víctimas de casos de trata laboral.

Como resultado de su accionar, Ana fue haciéndose cada vez más conocida entre los trabajadores yerbateros y, por supuesto, era la única mujer entre los sindicalistas y los punteros de los campos. Comenzó a entender cómo vincularse con ellos, con quiénes formar alianzas y con quiénes no, cuándo convocar asambleas y con cuánto tiempo de anticipación para que no se las boicoteen. Y también tuvo que aprender a vivir amenazada, a que le tiren autos encima y la llamen por teléfono a cualquier hora del día diciéndole que la van a matar. Pero ella no tiene miedo.

En diciembre de 2016 el SUOR decidió cortar la ruta y tomar el INYM durante siete días, reclamando que se pusiera fin al trabajo a destajo: “Toda la vida los cortes de ruta eran mandados por la patronal, por primera vez este reclamo lo encabezamos genuinamente los trabajadores”, explica Ana. Al gobierno provincial, dirigido por el Partido de la Concordia Social –una alianza histórica conformada por peronistas y radicales–, no le quedó otra opción que convocar a Ana a una reunión con los directivos del INYM: doce varones de la alta sociedad misionera. A ella la mandaron, literalmente, a un rincón. En la mesa solo había lugar para representantes del Instituto, del gobierno y de la UATRE. Pero como no pudieron desconocer su incipiente gremio y el revuelo que estaba causando, tuvieron que dejarla participar. Ella tenía un papelito con los cuatro puntos básicos que pedía el SUOR; cada vez que osaba hablar, la callaban: “Usted en esta mesa no está, no puede opinar”. No solo se quedó firme toda la reunión sino que logró negociar alguno de los puntos.

Unos meses antes, en julio del mismo año, Ana se había convertido oficialmente en la secretaria general del SUOR y en la única mujer en todo el país con un gremio a cargo en materia rural. Un día después de la normalización del sindicato y pocas semanas antes de la asunción de Mauricio Macri, el 24 de noviembre de 2015 la Corte Suprema de Justicia hizo lugar al reclamo interpuesto por RENATRE –que planteaba la inconstitucionalidad de la ley de creación de RENATEA–. Desde entonces, la UATRE volvió a manejar esa caja, aunque con la muerte del “Momo” Venegas, el 26 de junio de 2017, se empezó a destapar una olla que desnuda traiciones, desmanejos y testaferros. Pero Ana sabe que, aunque en apariencia la UATRE haya recuperado cierto poder, pasó demasiada agua debajo del puente. En menos de dos años su sindicato ya cuenta con seiscientos afiliados y los rumores sobre una mujer que vino a revolucionar el statu quo de una provincia anquilosada recorren cada rincón de Misiones.

En un pequeño diálogo que Walsh mantuvo con uno de los trabajadores tareferos, Fernando Cáceres, este le dice: “No somos nada, no tenemos defensa. Aquí no hay sindicato, ni leyes, ni feriado”. Quizás los nietos o bisnietos de Cáceres hoy sean afiliados al SUOR y la historia entonces se escribirá de otra manera, quizás así: “Ahora somos personas y tenemos defensa. Acá tenemos un sindicato encabezado por una mujer que nos devolvió la esperanza de luchar por nuestros derechos”.

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