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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

16/06/2020

Relecturas de Conti: Otra gente

Continuamos recordando y homenajeando a Haroldo Conti a través de la publicación de algunos de sus cuentos con sus versiones en formato de historieta. En esta segunda edición presentamos la adaptación Los otros, que obtuvo el segundo lugar en el VI Premio del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti (2014) y el cuento Otra gente, publicado en 1967. Un desafío a encontrar nuevas lecturas y sentidos a los relatos originales.

A modo de presentación

 

Otra gente pertenece a su segundo libro de cuentos publicado en 1967 por el Centro Editor de América Latina (CEAL). Es uno de los cuatro relatos -hasta ese momento- inédito junto a Como un león, Perdido y El último.[1]

Las historias que conforman Con otra gente se destacan por su forma paciente de construir las tramas narrativas, no hay en ellos sucesos espectaculares o acontecimientos destacados.

Como expresara con  precisión un crítico literario: los cuentos de Con otra gente son “relatos en los que la orfandad se constituye en el atributo mayor de la existencia, transcurren en el suave fluir que el tiempo de la memoria les concede”.[2]

Vagos, niños, delincuentes, ancianos, marginados… son los protagonistas de ficciones que transcurrirán en espacios y lugares característicos del universo contiano como son los ríos, los andenes, los caminos.

En Otra gente (al igual que en Como un león) el narrador se ubica desde la mirada de un chico, mirada que, en este caso, oscila entre la presencia discursiva y la ausencia física.[3]

En medio de una atmósfera tensa, inquietante, triste, emerge una historia en la superficie, en el plano de lo visible y otra que, progresivamente, irá dando cuenta de la cotidianeidad familiar, de los conflictos, del deterioro de los vínculos.

 

El pasaje a la historieta

 

Toda transposición supone una puesta en relación de materiales de distinto origen, características, registros en la que se ven involucradas la toma de diferentes decisiones: redefinir o no el punto de vista/el narrador, el título, recortar/priorizar (pasajes, secuencias, personajes etc.), cuánto de apoyatura visual y cuánto de textual tendrá, entre otras.

Sin embargo, una instancia precede a todas estas definiciones: la elección del material a ser transpuesto.

Diversas son las motivaciones que llevan a seleccionar un relato, en este caso dentro de una vasta y rica producción literaria como la de Conti.

En los adaptadores de Otra gente, retitulado Los otros por sus autores, por el lado del guionista primó el recuerdo, el impacto de la lectura del cuento en tiempos de juventud, durante la escuela Secundaria, “relato que me dio vuelta la cabeza de chico y el primero que me vino inmediatamente a la mente al enterarme de la convocatoria del Concurso”.[4]

Por el lado de la ilustradora la primera motivación provino desde la visualidad de la escritura de Conti: “lo que me impactó de estas imágenes es que me hacían acordar a algunos lugares de mi infancia”, en segundo lugar  fue el registro narrativo, ya que “el cuento está narrado de una manera que parece no tener principio ni fin. No tiene una linealidad fija” y finalmente la sensación experimentada con la lectura: “la frase final es otro detalle que nos llevó a elegir esta historia ya que, para mí, encierra una sensación de vacío e incertidumbre de cuando un familiar desaparece. Conozco la percepción de una ausencia”.[5]

A través de este cruce de géneros, de este diálogo entre palabras e imágenes seguimos haciendo memoria y difundiendo la obra de Conti. En una, a esta altura, famosa entrevista en el diario La Opinión Haroldo expresó: “Toda mi obra es una obsesiva lucha contra el tiempo, contra el olvido de los seres y las cosas”.[6] Alejo, el protagonista de Otra gente/Los otros, suscribiría a esa lucha sin dudar.

 

  

Texto: Edgardo Vannucchi

 


 

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Otra gente (1967)

Haroldo Conti

 

El abuelo está sentado frente a la casa en medio de una gran mancha de luz. El sol le golpea desde arriba y a ratos la cabeza desaparece en una llamarada que le baja por el cuerpo. Tiene los pantalones recogidos hasta las rodillas para que el calor se le meta en los huesos, pero por lo visto ya no le cabe ni siquiera eso dentro del pellejo. Está flaco y sumido como una urraca y las piernas son dos estacas peladas de esas que escupe el río. No se le mueve un pelo y a ratos simplemente parece un muñeco. Sin embargo el hueco negro de los ojos se le vacía de repente y los anteojos relumbran como fogonazos que le vuelan la cara.

Detrás de él la casa se empina contra el cielo, un poco ladeada hacia el molino. Las sombras se le marcan negras e intensas, a contragolpe de la luz, de manera que parece más hueca y vacía y, por supuesto, más grande. A esa hora. A mediodía se achata y llamea. Por la tarde se empequeñece. Al oscurecer se anima y hasta se mueve.

Su madre aparece un momento en la puerta, mira hacia donde está y después se la traga el hueco de sombras.

La Tere se mueve en los corrales. Entra y sale de una mancha de sombra a una mancha de luz. En este momento reaparece sobre el piso blanco y movedizo del corral de patos. Está un poco más alta y un poco más gruesa y el pecho se le hincha debajo de la blusa. Tiene la cara arrebolada y la piel lustrosa a punto de reventón como los caquis que su madre pone a madurar sobre la campana de la cocina.

Más lejos, a través de las acacias, sobre un reverbero que palpita, el Román raja la tierra. Los surcos nuevos son más negros. Los pájaros revolotean sobre el Román a veces tan cerca que con alzar una mano podría tocarlos. De vez en cuando se para, se pasa la mano por la cara y mira hacia la casa. Eso acaba de hacer, justamente. Levanta la mano y le sonríe. Él responde con un gesto desde la sombra de la acacia. Luego levanta el barrilete y se lo muestra al peón, pero éste ha vuelto a inclinarse sobre la tierra.

El Román le estuvo ayudando a preparar el barrilete todos esos días, después del trabajo. Se sentaban en la galería a la caída de la tarde y, con la Tere que canturreaba a sus espaldas, primero armaron el esqueleto, luego pegaron los papeles con aquellos lindos flecos roncadores y la tarde anterior el Román, después de sopesar el juguete con aire crítico, dispuso las riendas y le amarró una cola. Sosteniéndolo en alto, contra el viento, se estremecía como un pájaro. Primero lo hizo el Ro­mán. Después él. Entonces sintió aquel frágil temblor que le bajaba por el brazo y se le metía en el cuerpo.

El perro bayo, que estaba echado junto al pozo, cruza lentamente la gran mancha de luz y va a tirarse al otro lado, debajo de la sembradora. Casi tropieza con el viejo porque está cegatón. Antes lo seguía a todas partes y hasta jugaba con él, pero ahora parece sumido en muchas y graves cavilaciones. La Tere se ha puesto a cantar. Oye su voz, retazos de su voz, detrás de los corrales. El vástago del molino golpea en lo alto cada vez más rápido. Lo ha oído golpear toda la noche. Empezó al atardecer, cuando se sentó con el Román en la galería. Se miraron y sonrieron. Llegaba el viento. A Alejo le gusta ese ruido. Suena en lo alto y se escucha desde cualquier parte. A veces se mete debajo del molino y arrima una oreja a la arma­dura de fierro. El ruido baja entonces desde arriba como un trueno y le hace temblar el cuerpo. Mientras dure habrá viento.

Alejo termina de ovillar los cincuenta metros de piola, levanta el barrilete con cuidado y él mismo sale a la luz. El viento viene desde el bañado, pasa sobre el galpón y se pierde por encima de los pinos. Entre el galpón y los pinos hay suficiente trecho como para remontar el barrilete.

El viejo sigue quieto como un muñeco. La Tere canta Cabeza de melón. Es la única que canta, aparte del molino. Nunca oyó cantar a su madre y sin embargo tiene una boca dulce.

Alejo se para frente a los pinos, que siente zumbar a sus espaldas. El vástago golpea y golpea. Levanta el barrilete, que tiembla y se sacude en la mano. Traga aire y echa a correr. El barrilete se sacude más fuerte y comienza a tirar de su mano. Por el rabillo del ojo ve la figura inmóvil del abuelo, la mancha de luz que cabecea, la punta de la casa que gira y se recuesta contra el cielo y el galpón que crece rápidamente. Los flecos chas­quean sobre su cabeza como si transportara una rama encendi­da. Entonces suelta el barrilete y cuando vuelve la cabeza lo ve colgado del aire contra el brillo oscuro de los pinos. Tira de la piola y corre y el barrilete golpea en el aire y sube más alto. La cola roza la cresta amarilla de los árboles y el pino más alto lo oculta por un momento, pero él siente en la mano su aleteo. Tira y corre otra vez y el barrilete se empina sorbido por aquella gran luz que le golpea en los ojos. Alejo oye allá abajo el ruido de sus pasos sobre el lomo áspero de la tierra, pero su cabeza está muy lejos, metida en el viento.

El vástago golpea alegremente y la voz de la Tere rueda de un lado a otro. Tan pronto le brota en la oreja como golpea al fondo del camino, débil y entrecortada.

Ahora ve nada más que la cresta encendida de los pinos y la punta ladeada de la casa que saltan en el borde de sus ojos. Por encima, el barrilete trepa y se zambulle en el aire como un pez de papel. En realidad no ve otra cosa.

De pronto los golpes del vástago suenan más espaciados. E1 barrilete vacila un momento y comienza a caer a los cabezazos. Alejo, ya cerca del galpón, cobra rápidamente la piola y el barrilete se remonta unos metros, sin fuerza. Cuelga floja­mente del cielo un instante y luego se hunde en dirección de la casa. Alejo ya no tiene lugar para correr, de manera que recorre algunos metros de piola mientras los pinos y la casa suben por sus ojos. El barrilete cabecea bruscamente y tira de su mano. Luego corre de lado rozando el borde oscuro de los pinos y por fin se precipita de punta sobre el techo de la casa.

El molino se ha parado por completo. No hay una gota de viento. La casa, por su parte, ha comenzado a llamear. Dentro de un rato aparecerá su padre en la punta del camino. Apenas ve al abuelo, en medio de la luz, como una mancha de bordes en­cendidos.

Alejo recoge el hilo hasta que queda tenso. Tampoco ve el hilo, sólo unos pocos metros que suben y se pierden en el aire. Tira con cuidado y siente que el barrilete se arrastra sobre el techo. Tira otro poco y el hilo se resiste. Ha quedado enredado en el borde oxidado de alguna chapa o en un clavo. Si sigue tirando terminará por cortarse o, lo más probable, los filos y los clavos desgarrarán el papel. Siente los desgarrones en la propia piel, las chapas y los clavos con cabeza de plomo que le brotan en las piernas y los brazos. Al mismo tiempo siente el olor y el calor de las chapas recalentadas por el sol. Hace tiempo que no sube al techo. La última vez fue con el Román, el verano anterior.

Llovió un día seguido y la casa goteaba por todas partes. Su padre le previno que no subiera porque una vez arriba no se estaba quieto y aflojaba los clavos, pero apenas se marchó el viejo el Román lo dejó subir con él. Desde allí las cosas se veían distintas, tal vez como debían ser realmente. Abajo veía tan sólo unas pocas y el resto era un montón de ideas. Sabía todo el tiempo que más allá de los pinos estaba el camino y en mitad del camino el puente, la laguna detrás de la loma y al fondo del campo el montecito de mimbre, pero salvo un trozo polvoriento del camino, en realidad un trozo de tierra pelada y reseca que podía ser cualquier otra cosa, no veía nada de eso.

Había que ir hasta allí en cada caso y entonces dejaba de ver todo lo otro, como si se borrara y perdiera una cosa a cambio de otra.

El abuelo empuja las ruedas y hace correr la silla unos metros. Los bujes están gastados y resecos de manera que a cada vuelta producen un golpeteo áspero y estrangulado que se mete en los oídos como una lezna. Su madre asoma la cabeza. El ruido en cierta forma se parece al abuelo, como si saliera de sus huesos. A medida que se sume se vuelve más áspero y dañino. No habla, pero si lo hiciera, pues lo haría justamente en esa forma. Nunca fue un tipo alegre como el Román, por ejemplo, pero de todos modos cuando estaba sano se comportaba como el resto de la gente. Después enfermó y comenzó a secarse como un higo. Ahora no queda de él más que la piel y los huesos y esa cabeza de urraca con el pellejo agrietado de la que no puede salir nada bueno. Últimamente le ha dado por hacerse encima y parece sentir cierto placer en ello. Su madre lo para en medio del patio, le baja los pantalones, a veces lo desnuda entero, y lo baldea. El abuelo chilla y voltea los brazos como aspas y si su madre se descuida le descarga un golpe en la espalda. Si uno le mira a la cara descubre por debajo una expresión contenta, sólo que nadie le presta atención y cree más bien que sufre.

Alejo cruza el patio en dirección de la casa. El perro bayo levanta hacia él sus ojos legañosos desde abajo de la sembra­dora, aunque no lo ve. Tiene los ojos mellados como un par de bolones. El mundo para él es un mundo de manchas que flotan a distintas alturas, se comprimen y se dilatan como nubes de vapor. Alejo es una sombra esfumada que se estira hacia los ruidos de la casa sobre un resplandor amarillo.

Primero hay que subirse al excusado. Sobre el excusado asoma una escalera con las maderas rajadas por la lluvia y el sol. Está allí hace tiempo porque siempre hay que emparchar alguna chapa. Alejo trepa al excusado metiendo las manos y los pies en los huecos carcomidos por la humedad. La pared huele a barro podrido. El techo del excusado está cargado de ladrillos, tarros picados, una cubierta y un elástico de cama. Aguanta bien porque es angosto. Una vez arriba se quita los zapatos para no hacer ruido. El Román camina sobre la línea de clavos porque debajo de los clavos están los tirantes que sostienen las chapas. Esa es la forma. Todavía mejor deslizarse acostado, siempre sobre los tirantes. El techo de la casa es bastante empinado y cuando uno está en la cresta conviene montarla para no terminar en el suelo.

Desde el frente llega el ruido plañidero de los bujes. Tiene que repechar toda la casa, de manera que suena muy alto.

A medida que asciende por la escalera, que cimbra y se comba así pise en las uniones, la luz crece alrededor de su cabeza. Los ruidos se alargan y se recuestan sobre el suelo. El cuerpo le tiembla un poco pero al mismo tiempo se le ha puesto liviano.

El techo aparece por fin al ras de sus ojos. Trepa otro poco y una vez en la punta de la escalera se recuesta sobre el borde de las chapas y voltea las piernas. A la derecha, el cañón de la chimenea escupe un chorro de humo. Alejo se arrastra hasta ahí con la cara pegada a las chapas, que hierven de calor. Se sienta contra el cañón y afirmando la espalda se pone de pie. Los ladrillos están tibios y pringosos con grandes costras de humo negras como el alquitrán. Los borbollones de humo sacuden la chimenea como un tazón vacío y si uno arrima la oreja siente que la casa tiembla toda entera.

El barrilete está bastante más arriba, cerca de la cumbrera, y al tirar de la piola se ha metido debajo de una chapa desclavada con los bordes negros y mellados. La cabeza de un clavo asoma a través del papel.

Alejo permanece un rato apoyado contra la chimenea para acostumbrarse a la altura. Desde allí se ve la cresta de los pinos un poco por debajo de sus pies, detrás del camino, hasta el fondo, como el cauce seco de un río, la línea inmóvil del alambrado que lo corta por el medio, el montecito de mimbre, una mancha oscura claramente recortada contra el verde escuá­lido y polvoriento de la tierra. Por el otro costado asoma parte del tanque y la cabeza del molino. Nunca ha subido al molino, pero está seguro de que podría hacerlo si el viejo lo dejara. Por ahora ni quiere oír hablar de eso. Alejo levanta un pie porque el calor de la chapa le cocina el pellejo. No ve al Román, oculto por los árboles, pero oye su voz que grita algo en dirección de la casa. Hay unos cuantos clavos que asoman la cabeza y una punta de la cumbrera está levantada. El Román silba ahora.

Alejo se encoge muy despacio y luego se recuesta de panza contra las chapas. Están que pelan. En ese momento siente el golpeteo del vástago e inclusive el zumbido de las aspas, como si un gran pájaro removiera las alas por encima de su cabeza. El viento sacude el barrilete y si alarga un poco el brazo alcanza la cola. Tendido en medio del techo siente crujir la casa y el chisporroteo interior de las chapas. Tira de la cola y el barrilete se desprende con un desgarrón. Podría volver ahora, pero en realidad ya no le interesa tanto el barrilete y quisiera llegar hasta la cumbrera.

El molino se detiene en seco, pero al rato vuelve a empezar con más fuerza de manera que cuando asoma la cabeza por encima de la cumbrera el viento le golpea de lleno en la cara y los ruidos se pierden por completo. Ahora ve todo lo que se puede ver de una manera clara y precisa, pero curiosamente no oye nada, como no sea el viento. Alcanza a ver inclusive el trazo tembloroso de las vías que reverbera en la mañana. Es algo que ha visto pocas veces aunque desde abajo y según el viento oye el golpe oscuro de los vagones o el silbato de la locomotora que describe un largo círculo en el borde de ese mundo imaginado. Abajo, chato y como suspendido a ras del suelo, ve al abuelo. Se ha corrido en dirección de la acacia, pero sigue bajo el sol. El molino gira cada vez con más fuerza si bien el golpe no es tan intenso como abajo.

En ese momento brota una nubecita de polvo en la punta del camino, que se alarga lentamente en dirección de la casa. Es su padre que vuelve. Tardará un rato en llegar, pero de todas maneras conviene que baje.

Alejo levanta el barrilete y lo deja caer por encima de la cumbrera hacia el patio. Luego comienza a gatear hacia atrás siguiendo la línea de clavos. En realidad se hace más difícil bajar. De pronto uno se resbala y si no acierta con la chimenea puede seguir hasta el suelo.

En la mitad, lejos de todo asidero, se pega bien a las cha­pas y recula muy despacio tanteando los clavos con la punta de los pies. Las chapas huelen a orín y se agitan por dentro. Clic, clic, traccc, clic... Un borde áspero lo retiene de la camisa. Vuelve un poco hacia arriba y trata de desprenderse. Entonces descubre aquel agujero casi pegado a un ojo. Se ha corrido de la línea de clavos y está sencillamente en el aire. Es apenas más grueso que un clavo de seis pulgadas aunque brilla de pronto como una gota de acero fundido. Alejo pega la cara a la chapa pero no ve nada más que una mancha de bordes carcomidos y borrosos. Luego, como a través de un lente, la imagen se ajusta, los trazos se endurecen y las sombras calzan en sus huecos. La mancha de luz es la franja de sol que penetra por la puerta de la cocina. Al principio no ve más que eso y el gato tieso en medio de la franja. Lentamente, a medida que la cocina se ahueca con aquel resplandor amarillento, brotan de la penumbra la mesa de pino, el aparador, la máquina de coser, la caja del carbón y, más cerca, los tirantes de la armadura. La cocina queda oculta por la campana pero el resplandor del fogón rebota brevemente en el piso. Las cosas están quietas, naturalmente. Con todo, desde esa perspectiva no sólo parecen distintas sino vivas, no en la medida de un árbol, por ejemplo, sino casi de una persona. De cualquier forma es la primera vez que las ve bajo esa luz. Su madre aparece en ese momento junto a la mesa. No alcanza a ver su rostro, ya es difícil vérselo cuando uno está abajo porque vive inclinada y además no mira o mira muy poco y si uno no ve los ojos pues realmente no ve la cara pero le basta con ver la comba mansa de su espalda y el perfil resignado de sus hombros para sentir a su madre toda entera. Acaba de apoyar algo sobre la mesa y sus manos se mueven afanosamente. Sin embargo, antes de volver a la cocina, levanta la cabeza y se abandona un momento. Parece muy frágil y muy sola en ese instante y Alejo siente en la garganta un pujo de vieja ternura. Recuerda o tal vez siente al mismo tiempo el cálido olor de sus ropas y el roce blando de su piel.

Su madre desaparece debajo de la campana.

El bayo ladra plañideramente. "El viejo", piensa. Se había olvidado de él. Ha ido al pueblo muy temprano, con la jardinera. Va una vez por semana y a veces dos. Cada tanto lo lleva a él pero es inútil que se lo pida. Su madre lo lava, lo peina, le pone el traje de franela, que ya le queda chico y además le pica, le calza la gorra y lo besa. (Es raro, está pensando en su madre como si estuviera lejos.)

Durante el camino su padre casi no habla o, mejor dicho, no habla nada porque no puede decirse que hable porque le grite al caballo o putee por lo bajo a los Arriaga cuando pasa frente a su campo. Los Arriaga son unos lindos tipos y los saludan alegremente pero tienen los ojos espesos y algo les da vuelta en la cabeza. El hecho es que su padre no habla más que eso durante las cuatro leguas de polvo que los separa del pueblo. Sin embargo, apenas asoman las primeras casas a Alejo le golpea la cabeza y las cosas se agrandan y se abrillantan. Pues ese mismo brillo tiene a veces su viejo a pesar de todo. Cuando piensa en el pueblo no tiene más remedio que pensarlo a través de él, esto es con el viejo por delante, y el pueblo tiene tanto brillo que al fin se lo pega.

Una sombra corta por el medio la franja de sol que entra por la puerta, y el gato se hace a un lado. Su padre aparece debajo, en el extremo de la franja. El sombrero le oculta la cara y la luz le brota debajo de las botas. Arroja el sombrero sobre la mesa y se sienta. Permanece un rato inmóvil con la cabeza volteada sobre el pecho.

De pronto, en ese momento de inmovilidad teñido por aquella floja luz de otoño, su padre tiene el mismo aire desdi­chado del abuelo. Sí, es eso lo que ha visto últimamente sólo que desde abajo no lo podía ver tal como ahora porque su padre, alto y cejijunto, le infundía una especie de temor. Ahora, en cambio, aparece realmente viejo y como abandonado en medio de un desierto. Su madre está igualmente sola pero la alumbra una llama interior, a pesar del aspecto débil y encogido que tiene. El viejo, por el contrario, ha comenzado a secarse como el abuelo.

Alejo levanta la vista y contempla un instante la rueda del molino que zumba alegremente. Piensa en su padre tal como ha sido hasta ahora, un árbol firme, alto y silencioso.

La voz áspera de su padre rebota en el hueco de la casa. Habla con su madre, por lo visto, aunque más bien parece que no se dirigiera a nadie en particular, o en todo caso al aparador que tiene justo adelante. No entiende lo que dice, por supuesto, pero es su voz. Suena monótona y exasperada y luego de golpear la mesa con el puño termina en un grito.

Ahora mira hacia su madre, con el rostro contraído. Sola­mente ve las manos de su madre, firmemente entrelazadas. Luego alarga un brazo hacia su padre, que lo aparta con brusquedad y vuelve a golpear la mesa con el puño. Sobre la voz de su padre que resuena oscuramente en la casa, oye una palabra que otra de su madre. Oye el sonido, mejor dicho, porque sigue sin entender nada. Alejo apoya la oreja contra la chapa y lo que oye realmente es casi un llanto.

Su padre ha callado, por fin, y comprende que no volverá a hablar. Arma nerviosamente un cigarrillo, lo enciende y fuma con la mirada clavada en el aparador, que ahora parece todavía más grande y más vivo. Sobre el techo del aparador está el fusil de madera que le talló el Román y que creía perdido hace tiempo. Su padre se pone de pie, aplasta el cigarrillo con la bota sale con la cabeza gacha sobre la franja de luz, que lo enciende todo entero antes de desaparecer.

El molino ha dejado de zumbar. Oye la voz del Román que azuza a los caballos.

¡Va, va!... La voz del Román es fuerte y llena, como un tazón de leche caliente. Ésa es la imagen, aunque no tenga nada que ver una cosa con otra.

La casa, abajo, está ahora vacía y silenciosa y parece que respirara igual que un animal dormido. La luz se ha corrido basta la mesa y enciende las patas del aparador.

Alejo aplasta el ojo contra la chapa y trata de ver debajo de la campana. Su madre está sentada en la punta oscura de la mesa, quieta o dormida ella también. Alejo siente deseos de meter el brazo por el agujero y apoyar la mano en su espalda, sólo que el agujero es muy pequeño aunque de pronto quepa tanto dentro de él.

El sol cae a plomo sobre la casa y las chapas vibran ligeramente. A Alejo le arde el cuello y le zumban los oídos. Se vuelve un rato de espaldas y contempla el cielo que es simplemente una gran mancha de luz con un boquete de fuego en el medio. Al principio sólo ve puntos de luz que saltan de un lado a otro y luego la silueta furtiva de un chimango que planea en lo alto. Los ojos le arden y la piel se le estira alrededor de ellos pero sin embargo ve cada vez mejor. En cierta forma la luz está ahora dentro de él, la luz y el pájaro solitario. Por momentos se ve a sí mismo tendido en cruz sobre las chapas calcinadas y el campo inmenso y las cosas inmóviles sumergidas en aquella espesa claridad.

—¡Va, va!... —grita el Román.

El pájaro se borra al pasar frente al sol.

Alguien golpea las manos en el patio. Es el abuelo que llama a su madre para que lo saque de allí. Algo después se siente el chirrido de las ruedas que se mete debajo de la casa.

El pájaro reaparece en el borde de sus ojos.

Alejo se vuelve y trata de mirar a través del agujero pero no ve absolutamente nada, tan sólo esponjosas manchas de luz que se derraman en el hueco de sus ojos y cambian lentamente de forma y color. Se cubre la cara con las manos y al rato vuelve a mirar.

El abuelo está allá abajo en su silla, entre el aparador y la mesa. Alejo se sentó una vez en ella y la echó a andar, pero no pudo aguantar mucho tiempo el olor del abuelo. Además, aun­que el viejo no esté metido en ella, se le parece demasiado. Es una vulgar silla de madera a la que su padre le adaptó el par de ruedas de una segadora y un par de rulemanes detrás. Por eso mete tanto ruido cuando se mueve.

Alejo oye la voz de su madre en el patio y, algo después, la voz de la Tere que le responde desde la huerta, detrás del galpón.

El abuelo se pone trabajosamente de pie y permanece un momento junto a la silla hamacándose sobre sus piernas. Alejo lo mira con sorpresa porque creía que no era capaz de hacerlo por sí solo. Luego comienza a moverse, es decir, a caminar, aunque no parezca exactamente eso. Se bambolea sobre las piernas, tiesas como dos estacas, girando un poco de lado cada vez que adelanta una de ellas. Como de todas maneras avanza, se puede decir igualmente que camina. Por fin llega junto al aparador, abre una de las puertas de arriba y mirando de lado, hacia la entrada, hurga dentro con mano ávida. Saca una botella, la descorcha con los dientes y bebe un buen trago. Luego se recuesta contra el aparador, tose y se sacude todo entero y bebe otro trago. Alejo no ve bien pero cree reconocer una botella que ha visto a menudo en manos de su padre. Generalmente después de las comidas se sirve un vasito. Un vasito él y otro el Román. Su padre chasquea la lengua, se anima un poco y recién enton­ces se le suelta la lengua. El Román no necesita de eso porque es charlatán y animoso de por sí pero los ojos se le encienden como dos brasas y se le arrebata la cara. Su madre le ha dicho una vez que se trata de cierta medicina y en ese caso él no comprende qué le puede estar pasando al Román, por lo menos. Tampoco comprende por qué no la bebe el abuelo, que es el que más la necesita, y al mismo tiempo comprende por qué la bebe ahora, sólo que le haría falta un frasco cada día.

El abuelo vuelve la botella al aparador y voleando siempre las piernas da toda una vuelta alrededor de la mesa. Tarda mucho en hacerlo y se detiene cada tanto, tosiendo y golpeán­dose el pecho con un puño. De pronto levanta la cabeza y aquellos dos espejuelos ciegos y relucientes le apuntan direc­tamente. No sabe si el abuelo tan sólo mira el techo o acaso lo mira a él. Aguanta la respiración y tapa el agujero con una mano.

Oye la voz de su madre que lo llama desde el patio.

—¡Alejo! ¡Alejo!

Quita la mano. El abuelo está de nuevo en la silla como si nunca se hubiera movido de allí.

—¡Aleeejo!

La voz de su madre rebota en la casa y se pierde hacia arriba, en el viento, pero él no puede responderle.

—Sí, ma..., dice de todas maneras, por lo bajo.

Pero es como si la voz de su madre sonara muy lejos, en otro tiempo, y él fuera ahora grande y solitario como su padre.

El Román canturrea en el patio mientras se lava debajo de la bomba. Su padre está sentado en la punta de la mesa con la expresión de siempre. Por más que lo mire Alejo no descubre en él ningún rastro del hombre que viera hace apenas un rato desde arriba. En realidad, todo, no sólo su padre está igual que antes. Es como si las cosas se hubieran cerrado, por así decir. Su madre se mueve junto a la cocina, la Tere aguarda a un lado con la sopera en las manos y el abuelo golpea con la cuchara sobre el brazo de la silla.

La voz del Román se interrumpe.

Alejo mira hacia el techo pero apenas distingue el trazo oscuro de los primeros tirantes.

La voz del Román se aproxima hacia la puerta. Su sombra se derrama velozmente sobre la mesa, se vuelca sobre el piso y se quiebra contra la cocina. Le zamarrea el pelo al pasar y se sienta a la derecha de su padre. El aire parece animarse cuando él entra en la cocina.

Alejo recuerda todavía el día en que apareció en la punta del camino, un año atrás. Había comenzado el otoño, justa­mente. Los árboles se estaban pelando y dejaban ver el camino hasta la primera vuelta, detrás del montecito de mimbre. Para Alejo era como si empezara ahí realmente.

El Román apareció empujado por una nubecita de polvo. En el primer momento creyó que iba a pasar de largo, mejor dicho, pasó de largo y al rato volvió hacia atrás, miró la casa y cruzó el alambrado. En aquel tiempo el perro bayo estaba sano, igual que el abuelo, y apenas lo vio se le fue encima pero él siguió caminando. Cuando pasó junto al primer corral el perro le trotaba al lado.

El Román habló con su padre y mientras hablaba lo miró y le sonrió. Tenía la ropa cubierta de polvo y la tierra se le pegaba a la cara.

Así llegó el Román. Brotó una tarde del camino como si el polvo y la tierra lo hubieran amasado y estuviera hecho con la misma sustancia del camino. No es sólo una imagen sino que verdaderamente se le parecía. Era seguro, alegre y solitario como él.

Alejo se sentaba a veces a la orilla del camino y al rato sentía toda la gente y los pueblos que estaban sobre él. Algo por el estilo le sucedía con el Román. Su padre, en cambio, terminaba en la espalda, igual que los otros, si se entiende esto. Pen­sándolo mejor, ahora que lo tenía al lado, el Román era el único de ellos que no había cambiado mirándolo desde arriba.

El patio brilla intensamente a través de la puerta. Alcanza a ver las copas borrosas de los árboles pero más abajo desaparecen en la luz que brota del suelo. No hay una gota de viento y la claridad se inflama y termina de borrar los árboles. Cuando se vuelve, la cocina se ahueca con un resplandor amarillento. Su padre se aleja hacia el extremo de la mesa pero reaparece al cabo de un rato en el mismo lugar.

Los platos de sopa humean sobre la mesa. El abuelo corta trocitos de galleta y los echa dentro del plato. Cuando estaba bien le agregaba un chorrito de vino y si por él fuera lo seguiría haciendo. Inclina la cabeza sobre el plato y come con avidez soplando después de cada sorbo. Su madre le espanta las mos­cas con el repasador y él a su vez espanta a su madre alargando un brazo, sin dejar de comer y soplar.

Su padre golpea el vaso con el canto del cuchillo y la Tere, que estaba por sentarse, va hasta el aparador y trae la botella de vino.

—Alejo, no te llenes de pan —dice la voz de su madre desde el rincón del abuelo.

Alejo deja la galleta, mira a su madre y empuña la cuchara.

El Román lo mira divertido y le arroja una miga.

—¿Qué tal te fue con el barrilete?

Piensa un rato y dice:

—Se ensartó en una rama.

El Román menea la cabeza.

—Hay que esperar que el viento se afirme.

Su padre, que ha terminado con la sopa, chasquea la lengua y llena los vasos de vino. Bebe la mitad del suyo de un trago y al rato se le afloja la cara.

Comienza a hablar con el Román sobre la siembra de forrajeras, que es lo que tienen entre manos. Hace días que está con eso pero todavía sigue dudando entre el sudan grass dulce y el pasto llorón. En realidad no duda nada porque su padre decide las cosas de una vez, pero de cualquier forma le gusta darle vueltas al asunto. El Román mueve la cabeza, arquea las cejas y de vez en cuando suelta una palabra.

Alejo alarga el brazo hacia la jarra de agua y mira hacia el techo. Tampoco así alcanza a ver el boquetito. Está entre las dos primeras viguetas, casi sobre su padre. Piensa cómo se verá aquello desde arriba pero sencillamente ve a otra gente. Están quietos y silenciosos y como apartados en medio de esa claridad cenagosa que brota del suelo. Su padre, con la cabeza volteada sobre el pecho, parece el más solo de todos. La Tere canta algo que no alcanza a oír. Solamente ve el movimiento de su boca y por la expresión debe ser un canto más bien triste. Su madre escucha de pie al borde de la franja de luz que entra por la puerta. Alejo siente sobre su pecho el peso leve de aquella espalda pero su madre está lejos y él no puede hacer nada para llamar su atención. El Román está igualmente inmóvil y desde arriba no alcanza a ver la expresión de su rostro, pero a esa imagen quieta y doblegada se superpone aquel rostro polvo­riento que le sonríe como el primer día y de pronto ve el camino que se alarga en la distancia sobre un reverbero de luz. Y siente el viento que se enrosca alrededor de su cabeza y el golpeteo del molino y desde la mancha que palpita muy alto en el cielo se descuelga lentamente aquel pájaro solitario. El sol lo deslum­bra, pero luego no es el sol sino los ojos crueles y vacíos del abuelo que le apuntan brevemente.

El repique del tren sobre las vías brota muy lejos, en un punto impreciso a sus espaldas, y crece rápidamente hacia el centro de su cabeza. Llena el vaso de agua. Cuando levanta la vista tropieza con la mirada de su padre que lo observa con alguna atención.

El ruido describe un gran semicírculo. Los hombres han dejado de hablar. Su padre saca el reloj del bolsillo y observa la hora. El ruido se ahueca bruscamente. El tren está atravesando el puente.

Alejo ha ido un par de veces hasta las vías, una legua al norte. Cuando el viento sopla de ahí el tren se oye mucho más cerca, naturalmente. Ninguna de las veces vio pasar el tren. Sin embargo, apoyando una oreja sobre las vías se siente un ruido parecido. Zumban y se agitan por dentro y hasta le parece oír un montón de voces que se atropellan a lo lejos.

El ruido se pierde con un último rebote en dirección al pueblo. Cuando pasa de largo por la estación vuelve a oírse un breve y lejano repiqueteo.

Terminan de comer y la Tere trae la medicina que su padre guarda en el aparador. El viejo llena dos copitas hasta el borde, bebe un trago, entrecierra los ojos y se queda como esperando que le suceda algo.

Los anteojos del abuelo brillan furtivamente en el rincón.

El viejo bebe otro trago y estirándose en la silla vuelve a hablar sobre el asunto de las forrajeras.

El sol está exactamente sobre la casa. Alejo ha tratado de mirarlo una vez pero ha sido como si saltara disparado por el aire. Los ojos se le ahuecaron como dos cavernas por las que ambulaban opacas antorchas que cambiaban de formas. El sol es lo único vivo en este momento porque lo demás aparece seco y desolado, sin bordes ni sombras.

Su padre está echado debajo del aromo con el sombrero volteado sobre la frente. El aromo ha perdido las flores y el brillo. Parece el plumaje hinchado y polvoriento de un pavo. Una mancha de luz resbala lentamente por el cuerpo de su padre.

Detrás de los pinos el campo se borra en el aire encendido. El montecito de mimbre llamea un instante y por fin desaparece consumido por ese fuego que baja del cielo. Muy lejos brotan como disparos unos destellos que cambian de lugar.

Alejo levanta un brazo y un breve chorro de sombra se descuelga sobre las chapas. Luego el brazo se abrillanta y comienza a borrarse él también. Alejo cierra los ojos y apoya la frente sobre las manos cruzadas, de espaldas al sol.

La silla del abuelo se mueve debajo. El ruido se detiene un momento y luego se hace más áspero y continuo. Está atrave­sando el patio. Atraviesa el patio en dirección del galpón. El viejo se mete allí hasta que pasa la resolana. El galpón es caliente pero si se abren los portones de cada lado el poco viento que anda suelto se cuela por ahí. El viejo dormita entre los aperos y fardos de pasto.

La voz de la Tere rebota en la cavidad de la casa. Canta la misma canción de siempre. Alejo no entiende qué gusto puede encontrar en eso. Es simplemente un ruido, aunque hay ruidos, como el del molino, que se parecen a un canto.

Ahora que recuerda, su padre, en otro tiempo, también tenía un canto. Algo muy simple, sobre la guardia civil. Lo había olvidado. Mejor dicho, recién ahora lo recuerda. Antes, de alguna manera no había olvido porque no había pasado. Ahora, de pronto, su padre tiene una historia, y las cosas también. Su padre cantaba en otro tiempo, eso es. "Yo me voy, yo me voy... a la guardia civil". No tan seguido ni por cualquier cosa como la Tere, es decir, por nada, sino cuando se sentaba en la galería al caer la tarde o cuando se ponía a sobar las botas con aceite castor, debajo del mismo aromo donde está echado ahora. ¿Qué sería eso de la guardia civil?

A medida que recuerda ese tiempo, sin levantar la cabeza ni abrir los ojos, Alejo vuelve a ver la misma casa y el mismo campo sólo que bajo otra luz. El molino voltea la tarde, la cerca luce recién encalada, el perro bayo arrastra una bolsa vacía de una punta a otra del patio, su madre está sentada en el sillón de mimbre con la costura en la mano, la Tere pela un manojo de arvejas junto a la bomba. Ellos están en medio de esa luz que no ciega, ni adormece, mientras a lo lejos, exactamente sobre las vías, el cielo comienza a oscurecerse. Un pájaro tardío vuela muy alto, por encima de los pinos. Su madre levanta la cabeza y le sonríe. ¿Cómo pudo olvidar todo eso?...

El molino se sacude sobre su cabeza, el montecito de mimbre reaparece brevemente, una nubecita de polvo se des­prende del camino y, mucho más lejos, siguiendo el trazo del viento, se sacuden esos reverberos que flotan en el horizonte.

Su madre atraviesa el patio con el pañuelo atado a la cabeza y el balde con los restos de la comida. La figura, neta y sin relieve, desaparece detrás del galpón.

Hacia el este, casi sobre la tierra, hay un par de nubes.

El canturreo de la Tere se interrumpe y al rato Alejo oye una risa sofocada que viene desde abajo.

Esta vez tarda un poco en acomodar el ojo a la penumbra de la cocina. Al principio distingue nada más que los trazos oscuros de los tirantes y unas roscas de luz que se inflaman hasta cambiar de color. Cuelgan blandamente entre los tirantes como guirnaldas de niebla. Se comprimen, se superponen y por último se funden en un tremendo ojo grumoso con los bordes agrieta­dos. Al rato, la mancha se disuelve y las cosas aparecen claras y precisas. La mesa, una pila de platos sobre la mesa, el aparador, algo más oscuro y corpulento, el rifle de madera, la máquina de coser con el gato tendido a un costado, la caja de carbón, el farol de viento que cuelga de un clavo en la pared. La franja de sol ha desaparecido pero en cambio envuelve a todas las cosas una opaca y difusa claridad.

El cuerpo de la Tere asoma por el borde, en una perspec­tiva confusa. Tan sólo la nuca y la espalda, aunque él sabe muy bien que es la Tere. Se apoya en la mesa, apretando el canto con las manos. Luego el cuerpo se inclina otro poco y el rostro arrebolado de la Tere se vuelve hacia arriba, con los ojos entrecerrados.

Alejo no entiende al principio. Hay una mano que le acaricia el cuerpo y una cabeza que se encima a aquel rostro y por último una espalda ancha y dura que la oculta. No entiende, de cualquier forma.

La cabeza se aparta bruscamente y permanece un segundo vuelta hacia la puerta.

Ahora no hay nadie en el boquete, nada más que las cosas y al rato una mano breve que entra por el borde y posa un plato encima de la pila. La voz de la Tere canturrea otra vez.

Alejo alza la vista y ve a su madre que se aproxima a la casa por el medio del patio.

Las nubes están sobre las vías. La mancha de sol trepa por el pecho de su padre. Un borde de sombras cuelga ahora de las cosas, que comienzan a crecer y a animarse.

Alejo alcanza a ver la figura del Román que desaparece detrás de los árboles, por el lado del galpón.

Otro golpe de viento sacude el molino, al segundo se agita el montecito de mimbre y algo después se remonta una nube de polvo en la punta del camino. El montecito es ahora un vellón amarillento con los bordes encendidos. La sombra de una nube atraviesa el campo velozmente, entre el montecito y las vías.

Acaba de ver a la Tere en la misma dirección.

El molino se afirma y una nube de polvo más grande que las otras borra el camino.

El hombre vino en mitad de la tarde y se metió en la casa con su padre. El hombre se sentó a la mesa y su padre sacó la botella del aparador. Alejo no podía verle el rostro porque estaba casi debajo suyo y tenía el chambergo puesto. Ni siquiera se lo quitó para saludar a su madre.

Su padre habló casi todo el tiempo y el tipo escuchaba. Su padre tenía una expresión ansiosa y de vez en cuando se fregaba la cara, lo cual es una mala señal.

El tipo levantó el rostro una vez. Alejo se había puesto a escarbar el boquete y un chorrito de basura cayó sobre la mesa. Entonces el tipo miró hacia arriba.

Su padre seguía hablando.

El tipo habló a su vez, por fin. Se inclinó sobre la mesa y dijo poca cosa porque en seguida se levantó y salió de la casa. Su padre lo siguió fregándose la cara.

El tipo se ha ido ahora. El sulky trota sobre el camino, en dirección al pueblo. En realidad, no ve el sulky sino el montón de polvo que levanta. La luz del camino es todavía firme pero la tierra se desvanece hacia el este.

Su padre sigue apoyado en la tranquera. Hace un rato que está ahí.

Del otro lado, al oeste, la punta de los árboles relumbran como un cacharro de bronce. De pronto los árboles se inflaman y desaparecen. Un molino solitario se agranda de golpe y se recuesta a lo largo del campo. Los postes y los alambrados cambian de lugar.

Su padre vuelve lentamente hacia la casa.

Para ese lado hay otro pueblo, que no conoce. Y luego otro y otro. Así debe ser. Ahora el día está sobre ellos mientras aquí entra la noche. ¿Qué tal serán esos pueblos? Él trata de imagi­narlos pero simplemente cambia de lugar las casas del único que conoce.

Arriba, justo sobre su cabeza, el cielo es muy claro, leve y profundo. Más abajo se oscurece y se comba. Hay un gran silencio. Mejor dicho, de la tierra brotan toda clase de rumores, como si respirara, pero de cualquier forma se parece a un gran silencio.

Todavía hay polvo sobre el camino pero el sulky ha desaparecido por el lado de los Arriaga.

Su padre ha desaparecido también.

Ahora no hay viento. Solamente el aliento húmedo de la noche que llega desde el este.

Alejo se sienta en la cumbrera. La casa, desde abajo, es un bulto de sombras de manera que nadie alcanza a ver lo que hay allá arriba. Él mismo ya no ve las cosas con claridad.

La voz de la Tere suena en alguna parte, muy débil.

Más allá del patio tiene que imaginarse el resto. En ese momento el patio aparece iluminado por esa misma quieta y melancólica claridad que tiene en su recuerdo.

Por un instante la cerca se endereza y se blanquea, su padre se instala bajo el aromo, su madre aparece sentada en el sillón de mimbre con la costura en la mano y la Tere limpia la verdura junto a la bomba. Su padre soba las botas de cuero y silba.

Alejo se quita los zapatos, se para con cuidado y echando un pie delante del otro comienza a caminar a lo largo de la cumbrera con los brazos en cruz. Cerca de la punta se detiene y observa a su padre. Su madre y la Tere levantan los ojos y le sonríen animosamente. Su padre lo ha visto también pero sigue silbando como si tal cosa.

Alejo se siente liviano como un pájaro. Sonríe a su vez y agita una mano. Entonces resbala y cae. Cierra los ojos y se pega a las chapas y cuando termina de resbalar se queda quieto un buen rato. Después vuelve a trepar hasta la cumbrera y se calza los zapatos.

En realidad, el patio está vacío. Gastado y vacío.

La luz en lo alto se reduce cada vez más. Abajo simple­mente es de noche. Todavía queda una nube morada sobre el horizonte pero el resto es oscuridad y silencio.

Una vara de luz brota repentinamente del boquete y un trazo amarillento asoma por debajo de la casa, sobre el patio oscurecido. Alguien acaba de encender el sol de noche.

Alejo arrima un ojo a la chapa.

Su padre y el Román están sentados a la mesa. El abuelo espera en el rincón con la cuchara en la mano. Los tres aguardan en silencio blanqueados por la luz que derrama sobre ellos el sol de noche.

Entonces oye la voz de su madre en el patio.

— ¡Alejo!

Una sombra borra en parte el rectángulo de luz que atraviesa el patio hasta el pie de la bomba.

— ¡Aleejo!

—Sí, má —dice Alejo por lo bajo.

Su madre no lo puede oír, naturalmente. Su madre camina en las sombras y lo llama y él dice, o lo piensa, "sí, ma" pero es inútil. Nunca más podrá oírlo.

La sombra desaparece del patio. Los platos de sopa humean sobre la mesa. Hay un plato frente a la silla vacía de Alejo.

La Tere coloca la botella de vino al alcance de su padre, que sigue sin moverse. Ahora están todos sentados a la mesa, debajo de la luz que los cubre y los aparta. Su padre llena los vasos y bebe un trago.

Parecen haberlo olvidado. Más bien parece que nunca hubiese vivido entre ellos.

 

Notas

[1] Los otros cuentos que integran Con otra gente son Todos los veranos, Los novios, Muerte de un hermano (ya publicados en Todos los veranos en 1964) y Cinegética (incluido en Crónicas con espías en 1966 editado por Jorge Álvarez).

[2] Véase Rubione, Alfredo V. E., Prólogo a Haroldo Conti: Con otra gente, Buenos, Aires, CEAL (Centro Editor de América Latina), 1992. 

[3] Véase von Baumbach, Federico. Haroldo Conti. Caminos al andar. Ediciones Godot. 2014.

[4] Roberto Von Sprecher.

[5] María Ignacia Vollenweider.

[6] Entrevista de Heber Cardoso y Guillermo Boido. “Un simple trabajador”. La Opinión, 15 de junio de 1975.

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