Foto: Prensa CCMH Conti

Podría decir que la música es sagrada, libertaria, que nos enaltece y nos permite la comunión de sentimientos, amores, memorias y esperanzas.
Que está en la cuna de los tiempos y en la cuna de cada infancia.
Que nos acercó al dios de los creyentes y al no dios de los ateos. Que pudo ser la diosa en medio de dioses o de la ausencia de dioses. 
Que es misterio gozoso, indefinible pero cercano. Tan cercano que no requiere definiciones. 
Que es tierra y mensajería de pueblos. De soledades, triunfos, derrotas, duelos y destinos.
Pero todo eso se ha dicho.
Lo que quiero decir es que estemos atentas/os a la otra música. La que es lo opuesto y se fortalece porque es herramienta de dominación.
Esa, la fea y omnipresente. La no buscada, la mal querida porque es impuesta. La que el neoliberalismo y su sistema mediático usa como herramienta de la distracción y el olvido.
Esa que promueve felicidades falsas, que son cachetadas para un pueblo que al escucharla comprueba sus propias distracciones. 
Esa bosta entronizada como ruido de fondo para el día a día enajenado.
La mal llevada, la mal llamada música,  que maltrata a la propia música.
Por aquella, la misteriosa que engalana nuestras vidas, salud y feliz día de la música.