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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

27/03/2021

Los hermanos

 

Introducción 

Libro "Quien soy. Relatos sobre identidad, nietos y reencuentros" editado por Calibroscopio.

 

          Los cuentos, por lo general, salen de la imaginación de los escritores, y la imaginación, como sabés, puede brotarte de algo que te haya ocurrido, de algo que te hayan contado o, por ejemplo, de tan solo mirar por la ventana. 

          Los relatos que vas a leer en este libro son resultado del trabajo de ocho de los más importantes escritores e ilustradores argentinos, después de que escucharon a cada uno de los protagonistas de las historias, de ser atravesados por esas palabras y de volcar en sus papeles o teclado las palabras y las imágenes de la forma que a ellos les resonaron. 

          Estos protagonistas, que por estos días rondan los 40 años de edad, fueron víctimas, cuando eran muy chiquitos (en algunos casos hasta estaban en las panzas de sus mamás), de la etapa más cruel de la historia de la Argentina. En 1976, el gobierno que había sido elegido democráticamente fue desplazado por la fuerza, por militares que decidieron los destinos del país. 

          Y los de la vida de la gente. 

          Porque muchas de las cosas que estos militares y sus cómplices civiles hicieron, podrían inscribirse entre las más aberrantes que sufrió la humanidad. 

          A estos chicos, los de los relatos de este libro, les robaron su identidad. Les falsificaron sus nombres, les mintieron acerca de cuál era su historia y de quiénes eran sus familiares. Les robaron su identidad e hicieron desaparecer a sus padres sin saberse, hasta hoy, dónde está la mayoría de ellos. 

          A medida que los años pasaron, esos chicos, que se calcula son cerca de 400, fueron creciendo con las familias a las que fueron entregados. Algunos de ellos quedaron con los propios militares asesinos; otros chicos, con familias cómplices de esos militares. Y también hubo personas que recibieron a los chicos sin saber cuál era su origen. 

          Los gobiernos militares se sucedieron sumando cada vez más desastres a nuestra historia. Cuando se vieron cercados por nuevas protestas de la gente en reclamo de sus derechos, inventaron una guerra que costó más vidas de jóvenes inocentes. 

          Fue quizá ese el último intento de los militares por sostenerse, pero terminó en realidad desmoronando su gobierno. 

          Desde ese momento el país recuperó la democracia, fue cambiando de gobernantes, avanzando, retrocediendo y volviendo a avanzar en el castigo a los responsables de los graves delitos cometidos. Lo que nunca cambió fue el empuje y la energía de las abuelas y familiares de todos esos niños, que los buscaron y los buscan incansablemente para contarles la verdad y darles todo el amor que también hubieran querido darles sus papás. 

          La Asociación Abuelas de Plaza de Mayo cumplió 43 años a la cabeza de esa búsqueda irrenunciable. Ya lograron devolver la identidad y la verdad a más de cien personas. 

          Esas personas, robadas de tan chicas, hoy podrían tener hijos de tu edad. Con este libro queremos acercarte al menos cinco de esas historias (narradas en cuatro relatos). Cuatro de chicos que lograron conocer la verdad y repensar sus vidas. La última, la de una chica que logró hacerlo pero que aún le falta encontrar a su hermano mellizo, robado cuando era bebé junto con ella. 

          Es duro pero muy importante conocer estas historias. Como en diferentes etapas de nuestro crecimiento, es necesario atravesar un tema doloroso para saber, entender, evitar que se repita y poder construir una sociedad mejor. 

          El mayor deseo de los que hicimos este libro tiene que ver con que el futuro que te toque vivir como adulto sea más feliz y más justo, y como es imposible edificar algo así sobre el barro de la mentira, te contamos y esperamos que cuentes estas historias para ayudar a quienes todavía viven angustiados o confundidos, entre las dudas de sus orígenes. 

 

Marcha de Abuelas de Plaza de Mayo

 

 

 

Los hermanos

María Teresa Andruetto - Istvansch

 

–Tengo miedo.
–Yo también.
–¿Cómo haremos?
–No lo sé, hermano, pero estamos juntos. 
Los dos huérfanos. Giovanni Pascoli 

 

Buscando un papá 

¿Te canso si hablo?/No puedo dormir. 

Dos niños, un auto y un hombre con cara de pájaro 

Lo primero que recuerdo es que íbamos mi hermana y yo en un auto, un Peugeot 404 bordó, en la parte de atrás, tomados de la mano, y que en el asiento de adelante iban dos hombres. Uno de los hombres era muy flaco, tenía cara de pájaro y bigote finito, de eso también me acuerdo. Pasábamos muy rápido entre otros autos, por unas calles y unos lugares que no había visto nunca, pero era Córdoba porque en algún momento cruzamos La Cañada.
No sé de dónde veníamos, eso es algo que me contaron mucho después, que habíamos estado en la ESMA y que ahí también habían estado nuestros padres y que los habían matado también ahí.
Pero acordarme no, no me acuerdo. Íbamos, mi hermana y yo, agarrados de la mano en el asiento de atrás de un auto, los dos muertos de miedo, con unos carteles en el pecho donde estaban escritos nuestros nombres. Un niño y una niña que no saben de dónde vienen, ni hacia dónde los llevan, ni desde cuándo están ahí, en ese auto, con dos extraños, que los amenazan, les tapan la boca, no los dejan moverse. 

 

¿Escuchas esos gritos?/Tal vez sea un perro.

 

De lo que pasó antes de eso, no sé nada, ¿qué pueden saber dos niños sin sus padres, camino a quién sabe dónde, en manos de dos extraños? Lo único que sé es que íbamos mi hermana y yo tomados de la mano. En el pecho unos carteles que decían: 

Me llamo Marcelo. Me llamo Victoria. Nuestros padres no nos pueden cuidar. 

 

Un niño, una Casa de Huérfanos y una monja 

A la Casa Cuna van los niños sin padres, los chicos perdidos, los niños robados, los chicos sin nadie... Son un desierto la calle, el jardín, el portal. Un hombre con cara de pájaro deja a un niño en la calle y ya nada sabemos del auto ni de la pequeña hermana. Puede pasar mucho tiempo hasta que sepamos de la niña que iba en el auto. A Marcelo lo encontró una monja. 

 

Oigo voces /Tal vez sea el viento...
¿O son campanas?

 

Unas monjas y un doctor llamado José Alberto 

Me quedé parado, quieto, mudo en la puerta de la Casa Cuna hasta que apareció una monja. Era gorda y estaba vestida de blanco. Me llevó a una cocina donde había otras monjas: me bañaron sobre una mesa, en un fuentón rojo de plástico, me pusieron un pantalón que me quedaba grande y me dieron una taza de leche con chocolate. Yo tomé la leche y comí masitas redondas, y después ya no temblaba. Estuve viviendo ahí días o meses, hasta que un médico que se llamaba José Alberto dijo...
a este chico hay que conseguirle adopción plena, Hermana, hay que buscarle una familia. Por las tardes, el doctor llegaba y me hacía preguntas, y yo no sabía qué contestar. Era como si me hubieran borrado la cabeza, toda la cabeza, porque no me acordaba de nada. La gente muchas veces no sabe. O no quiere saber. Pero aunque no supiera nada, al doctor se le puso en la cabeza: este chico no puede quedar aquí, hay que llevarlo a una casa, y así fue que una tarde me subió a un Jeep blanco, con ruedas negras y blancas. 

 

Un Jeep es el auto más lindo del mundo 

Marcelo va con el doctor José Alberto, en un auto blanco, a toda marcha entre otros autos. Va al galope sobre el Jeep. Pasan La Cañada, cruzan un puente sobre el río y bajan por la costanera entre los árboles, hasta un barrio. Se detienen junto a una puerta de chapa, caminan por un pasillo largo, cruzan un patio con achiras y calas. Es una tarde como otras de otoño, pero esta tarde un hombre y un niño llegan en un caballo blanco a una casa que tiene una puerta gris de chapa. 

 

Tengo miedo, hermano. 
Yo también tengo miedo.
 

 

Una ventana y un muchacho que se llama Rubén 

Yo era muy inquieto, muy sabandija, dice Marcelo, aquella tarde me trepé a una ventana y no quería bajarme. Hay muchas cosas que no sé, que nadie me contó, hay otras que se me olvidaron y algunas que no sé si pasaron o las inventé. Pero sé que esa tarde llegó a aquella casa Yolanda con sus hijos, Rubén y Walter. 

 
¿Cómo vamos a hacer? No sé, pero estamos juntos. 

 

Un abrazo que no quiere soltarse 

Ahora Marcelo se ha quedado en silencio. No sabe cómo seguir, ni qué contar, no puede explicarle a nadie lo que le pasó aquella tarde. Solo sabe que Rubén era tan grande que podía sostenerlo con sus brazos. Que lo miró y ¡como si fuera un gato!, dio un salto desde la ventana hasta él y ya no quiso soltarlo. Quiero irme con vos, dijo, yo quiero vivir con vos, y aunque el doctor José Alberto y los dueños de casa y Yolanda dijeron que no se podía, que Rubén era solo un muchacho, que tenía dieciocho años, que no podía adoptarlo, a Marcelo se le puso en la cabeza que se iba a ir con él y con él se fue nomás. 

 

Buscando a mi mamá 

En un tiempo, por la ventana entraba luz 

Soy adoptada, no tengo hermanos, sueño que voy en auto
Cuando tenía dos años aparecí en el pasillo de un hospital de Rosario. Un hombre y una mujer me adoptaron. No tengo hermanos. 
Sueño que voy en un auto, de la mano de un chico que no conozco. No puedo ver quién maneja, pero en el sueño alguien nos lleva. Tengo miedo, voy de la mano de un niño, él también tiene miedo. 

 
En aquel tiempo, todavía no teníamos miedo. 

 

No me parezco a nadie 

En el fondo de sus ojos hay un secreto: no sabe dónde nació, ni quiénes son sus padres. No recuerda dónde la tuvieron encerrada, ni el auto en el que la llevaban, ni la cara del hombre que la dejó en Rosario. No sabe si tiene hermanos o abuelos o primos. Y si los tiene, no sabe cómo se llaman. Tal vez vivió en la montaña. O en una ciudad inmensa. O en un país lleno de frío. O junto a un mar donde era verano siempre. 

¿De quién vienen estos ojos oscuros, estas ganas de ser maestra, esta boca grande? 

Se llama Victoria. La encontraron con un vestidito a cuadros y un cartel que decía: 

Mis padres no pueden cuidarme... 

Un hombre y una mujer la adoptaron, le dieron casa y familia y así creció: los ojos parecidos a nadie, el pelo castaño, la boca grande. 

 

Teníamos miedo, pero no tanto. No como ahora que estamos solos. 

 

Yo dibujé esos lugares 

Camiones, hombres con botas muy altas, un edificio gris, pasillos oscuros, puertas de hierro, tragaluces en lo alto. De los tragaluces salían gritos, y unos niños escuchaban. Yo dibujé esos lugares. 

 

 

Ahora que sé cómo fue mi vida, ya no dibujo, escribo en un cuaderno azul cómo sucedió todo: Nací en otro país, junto a las montañas. En nuestra casa había luz. La luz llegaba hasta la ventana y estaban nuestros padres con nosotros. Después vinimos a Argentina –vine con mi papá, mi mamá, mi hermano y una hermana que crecía en la panza de mi madre. Al llegar nos detuvieron y nos llevaron a la ESMA y después mi papá y mi mamá ya no estaban. Me dejaron en un hospital de Rosario y desde entonces viví sin saber quién era, hasta que un domingo vi una foto en el diario. 

¿Te canso si hablo?/No puedo dormir. 

 

Dos gotas de agua 

Esta soy yo, grité, y comenzó a destejerse mi historia: Mi papá se llamaba Orlando y mi mamá se llamaba Silvia. Cuando era muy chica, a ellos, a mi hermano y a mí nos encerraron en la ESMA. Después alguien mató a mis padres, robó a mi hermana que acababa de nacer, y a Marcelo y a mí nos dejaron abandonados en ciudades distintas. A mí me dejaron en Rosario. Me encontraron un hombre y una mujer que no tenían hijos, ellos me criaron y juntos comenzamos a tejer una historia que fue mi historia, hasta que encontré una foto en el diario. ¡Esta soy yo!, y ahí empezó todo. O tal vez empezó mucho antes, en la ciudad suiza donde nací. O cuando nos encerraron. O cuando robaron a mi hermana y nos dejaron, a mi hermano y a mí, en la puerta de un hospital. Mis padres no me pueden cuidar. Pero pensándolo bien, yo creo que mi historia empezó cuando vi aquella foto. Es mi mamá, me dije, nos parecemos como dos gotas de agua. 


Solos, sin nadie que nos abrace. 

 

 

Esta soy yo 

El nombre es algo que conservo,  Victoria/María Victoria/María de las Victorias/María de Todas las Victorias, algo que mis padres me dieron y nadie pudo quitarme. Nací a orillas de un lago, en una ciudad que se llama Neuchâtel.

¿Los canso si hablo? 

Cuando nací ya estaba en el mundo mi hermano y en aquella ciudad vivíamos los cuatro. Después vinimos a Argentina y pasó lo que ya les conté. Siempre supe que era adoptada y pensaba que sería bueno tener hermanos. Nos dejaron con un cartel en el pecho: mis padres no pueden criarme. Me encontraron un hombre y una mujer que hicieron de padres y como no conocían mi historia, juntos intentamos tejer una historia. Esto que les cuento no es otra cosa que mi dolor. 

 

¿Cómo haremos ahora que nuestros padres no están...?
No lo sé, hermano, pero estamos juntos. 

 

Fin de esta historia 

Marcelo llega a la casa de las ABUELAS. Le han dicho que encontraron a su hermana. La casa está llena de gente: periodistas, fotógrafos, hijos, nietos, abuelas...
Marcelo entra y se abre paso hasta una chica que se parece a él. La mira, la toma de la mano, como cuando eran niños. Le dice algo al oído y así de la mano permiso, permiso, permiso, se van los dos a tomar un licuado al bar de la esquina. Los dos solos, como aquella vez, hablan y lloran y ríen. Cuando el mozo pregunta qué pasa, por qué lloran, por qué se ríen, ellos le cuentan que son hermanos. Dos hermanos perdidos que acaban de encontrarse. Hermanos recuperados, dicen... Así termina esta historia y comienza otra historia. 

 

 

Cómo se escribió este cuento 

 

A Marcelo (después, cuando te fuiste, anoté algunas cosas, imágenes que llegaban desde tu alma a la mía) 
Victoria y Marcelo, juntos. 

 

Fue en verano. Yo le había escrito que viniera hasta Unquillo y tomara el camino a Cabana, que pasara La Minera, dos vados y el arroyo, cinco kilómetros por las sierras hasta la calle El Bosque. Que lo esperaba a comer. 
Él me dijo que a comer no, que pasaba nomás por un rato porque vendría con un amigo y debía seguir viaje hasta un pueblo vecino. Llegó con una sonrisa grande, inesperada para mí que lo había notado un poco seco en el teléfono. Me cayó bien apenas lo vi y creo que le caí bien apenas llegó, ¡tal vez porque lo estaba esperando con milanesas!

 

Marcha de Abuelas de Plaza de Mayo

 

En seguida comentó que no tenía mucho de qué hablar, así que seguro que este encuentro “no te va a servir para nada”. Pero, sentados en la galería donde había preparado la mesa, habló toda la tarde, hasta bien entrada la noche. Me impresionó cómo recordaba algunos detalles: el auto color bordó en el que unos hombres lo tenían prisionero, su mano tomada de otra mano pequeña en el asiento de atrás de aquel auto, el Jeep en el que un médico lo llevó hasta el barrio donde vio por primera vez a Rubén, unas monjas gordas vestidas de blanco que lo bañaron y le dieron una taza de leche con masitas... Muchas veces a lo largo de aquel día, tuve ganas de llorar, y en algún momento, cuando él se levantó para ir al baño, su amigo dijo que nunca lo había escuchado hablar tanto. Después, cuando se fue, me quedé muy triste, como si alguien me apretara de pronto el cuello, pensando en lo difíciles que son las cosas para algunas personas. Antes de esa tarde, había hablado por teléfono con Victoria, no pudimos vernos porque vivimos lejos una de otra, pero me contó algunas cosas, la foto que encontró en el diario y también lo mucho que valora que nadie le haya arrancado su nombre. Algunas cosas distintas y otras cosas parecidas a las de Marcelo, y yo ¡que adoro la geometría!, empecé a imaginarme sus vidas como espejos. Tomé algunos detalles, los autos, las monjas, una foto en el diario, una taza de leche caliente, un cartel en el pecho de una niña, una ventana... y los sembré en medio de una historia que iba un poco recordando, un poco imaginando. 

 

Marcha de Madres de Plaza de Mayo

 

Mientras escribía pensé mucho en el amor entre hermanos, porque perdí a mi hermana hace años y la extraño. Y me acordé de un poema sobre dos huérfanos que mi papá solía decir en italiano cuando yo era chica. Pensé también en la fortaleza de Victoria y de Marcelo, en que a pesar de todo lo que les pasó aquí están, fuertes como dos árboles en medio de una tormenta, organizando sus vidas y cuidando también a otros, porque los dos tienen hijas. Me pregunto cuánto tendrá que ver en eso que hayan nacido de padres valientes, que tengan abuelos y tíos que no dejaron de buscarlos y que se hayan criado en casas de personas sencillas, de gran corazón. 

Finalmente, un pequeño secreto: lo que escribí no es exactamente la historia de los dos, es más bien lo que yo imaginé escuchándolos. Los escritores vemos las historias de las personas como si se tratara de una película. Yo hablé por teléfono con Victoria y hablé con Marcelo en mi casa y escuchándolos vi esto que acabo de contarles. 

 

 

Encuentros y festejos en la sede de Abuelas

 

Este cuento forma parte del libro "Quien soy. Relatos sobre identidad, nietos y reencuentros" editado por Calibroscopio.

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