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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

01/04/2021

Los juicios de lesa humanidad desde adentro

La comunidad del anillo

La cuarentena a causa de la pandemia por el Covid 19 frenó un ritual: encontrarse en los pasillos de tribunales, conversar con abogados y fiscales, acompañar a los testigos, poner el cuerpo en las audiencias por los juicios de lesa humanidad. Malena Sylveira hace una reconstrucción de esa cotidianeidad, del lenguaje aprendido, de la interpretación de los gestos, de los besos y abrazos al final de las jornadas.

Desde 2006 los tribunales federales argentinos tienen una fauna nueva. 
Además de los golpeteos de tacos, hombres de trajes, pasos apurados y portafolios de cuero, pueblan los pasillos de los tribunales señoras mayores con pañuelos blancos en sus cabezas, mujeres de vestidos holgados y sandalias de feria artesanal, jóvenes con pañuelos verdes, naranjas o violetas en sus mochilas, hombres de barbas largas y desalineados pelos canosos, docentes y estudiantes secundarios y universitarios. Somos como la comunidad del anillo de la novela de Tolkien: todos distintos, hermanados con un mismo objetivo.
Llegamos todos a la hora señalada. Nos reconocemos incluso sin conocernos. Desentonamos en ese hábitat que no es el nuestro frente a los habitantes locales que nos miran (solidarios algunos y despreciativos otros). Nos abrazamos, recorremos los pasillos, compartimos la información que cada uno tiene: “la audiencia es en la sala AMIA”, “declara tal compañero”, “dicen que no llegó tal juez así que viene demorada”.

Megacausa “Operativo independencia”. Foto: Fernando Lospice (de la exposición "Días de Justicia" del Ente Público Espacio Memoria).

Nos registramos en las oficinas, escuchamos las indicaciones de los policías antes de entrar a la sala, nos acomodamos en la parte que nos tienen reservada (generalmente detrás del vidrio o un cercado que está puesto para proteger a los genocidas de nosotros. Una pena que nadie nos haya protegido de ellos…).
Momento de acomodar los prendedores, los pañuelos blancos. “¿Y tal no viene hoy? No, trabaja”, “Te presento a fulana, es una compañera de…” “¿De qué escuela vienen chicos?”. Se acomodan las banderas (en los tribunales que lo permiten), se reparten las fotos que ponen cara a las víctimas que se nombrarán una y otra vez en las audiencias. Las levantaremos cada vez que los genocidas entren y salgan de la sala para confrontarlos con sus víctimas, para recordarles que es por ellos que estamos ahí. Que es por ellos que también ellos están ahí.
La audiencia comienza. 
Aprendimos a entender todas esas cosas técnicas que leen los secretarios del juzgado en el dialecto de una tribu que no es la nuestra. “Se incorpora por lectura el testimonio solicitado”, “Se resuelve el incidente presentado por la defensa”, “Se insiste en la citación a la testigo tal” “Se notifica por secretaría”. Escuchamos en silencio. Sabemos que no podemos hacer mucho ruido. Nos guardamos la transgresión, el corrimiento del límite de lo permitido, para cuando vale la pena.

Megacausa “Operativo independencia”. Foto: Diego Araoz (de la exposición "Días de Justicia" del Ente Público Espacio Memoria).

El tribunal pide que pase el primer testigo. Lo tuvieron separado del resto de nosotros, pero es uno de los nuestros. Nosotros lo sabemos y él o ella también lo saben. Lo mantuvieron en otro lado, le tomaron los datos, le mostraron las listas de imputados y víctimas de la causa. Lo dejaron esperando, lejos de nosotros para que no “contamináramos su testimonio”. Le hacen la pregunta de rigor: si jura o promete “decir verdad” (así, sin conjugar el verbo, sin ninguno de los maravillosos artículos o conectores de que dispone el idioma español). Algunos, los más sensibles lo hacen con cuidado, casi pidiendo disculpas por tener que cumplir con el rito. Otros, ensimismados en sus procedimientos, cumplen el protocolo, exigen se prometa o se jure decir la verdad, profieren las amenazas de prisión en caso de incumplimiento tal como estipula la ley. “Hasta diez años de prisión” dicen. A ellos, les dicen, a los que sobrevivieron a los campos de concentración, la cárcel de la dictadura; a los que esperaron 40 años ese momento, cuidando cada nombre y cada historia para que no se perdiera o lastimara…
Con el tiempo nos fuimos adaptando a esos pequeños maltratos de los “procedimientos de rigor” que no contemplan quienes son los que dan testimonio. Aprendimos a tolerar las reglas de un juego que se hicieron para que siempre perdiéramos los mismos, pero que esta vez pudimos poner a nuestro favor. Solo esta vez, gana el punto y pierde la banca.

 

Dibujos urgentes en la Megacausa ESMA, tercer juicio. Foto: Paula Lobariñas (de la exposición "Días de Justicia" del Ente Público Espacio Memoria).

El testimoniante jura o promete y se sienta en el lugar indicado. A veces cuando tenemos suerte, y dependiendo de la disposición de la sala, mira para donde estamos sentados. Muchas otras nos da la espalda. Igual sabe que estamos, así que aunque nos dé la espalda, nos mantenemos obedientemente en nuestros asientos sin hacer ruido.
El testimonio comienza, generalmente, con alguna pregunta de la fiscalía o de alguna de las querellas. Son, casi siempre, preguntas amplias, generales, que permiten que el testimoniante cuente su historia como tenga ganas de contarla, con todo lo que recuerda, en el orden en que los días anteriores decidió que la iba a contar. Todos escuchamos en respetuoso silencio. Alguna lágrima, algún brazo que rodea al que está sentado en la silla de al lado, alguna pañuelito descartable o una pastillita dulce que se convida en el momento preciso. Algún comentario por lo bajo sobre el amor, los sueños, la bronca o el dolor; alguna aclaración de algún docente para que los estudiantes, que aún no hablan el dialecto, comprendan lo que está sucediendo.

Megacausa “Operativo independencia”. Foto: Fernando Lospice (de la exposición "Días de Justicia" del Ente Público Espacio Memoria).

A veces el testimonio transcurre en relativa tranquilidad. Quien testimonia termina su intervención y se suceden preguntan que buscan ampliar, precisar, ayudar a recordar lo que fue omitido y es necesario para la causa. Las defensas piden alguna precisión o directamente no dicen nada. Otras veces, por el contrario, las defensas deciden intervenir y poner palos en la rueda. Con planteos técnicos o políticos, interrumpen el relato, exigen se termine con el testimonio, preguntan insidiosamente buscando sacar de su eje a quien relata. Por momentos pareciera que es por mero aburrimiento, o saña, o ambos. Nada de lo planteado parece tener consistencia o llevarlos a ningún lado, pero lo dicho: ese no es nuestro hábitat, quién puede estar seguro si es solo circo o conseguirán alguna ventaja judicial. 
Lo cierto es que a los del otro lado del vidrio nos indigna. Hacemos esfuerzos por no levantar la voz. Mucho esfuerzo. Lo del silencio y la quietud no se nos da muy bien. Lo nuestro son las calles, las pancartas, las banderas, los cantos y los gritos (alegres o desgarradores según el caso). Somos como a un chico que comienza primer grado y que debe dejar la ronda y las canciones del jardín para estar sentado en un pupitre por cuatro horas. Pero lo intentamos. Nos miramos primero para compartir la indignación, comentamos por lo bajo, nos movemos en nuestras sillas como si la incomodidad que sentimos tuviera que ver fuera con la posición en la que estamos sentados. A veces, a pesar de los esfuerzos, no podemos contenernos y contestamos lo que los del otro lado del vidrio no parecen querer contestar. Nos amenazan con desalojar la sala (que es casi como ponernos de “florero” en el rincón del aula) y volvemos a callarnos y a “portarnos bien”. Tenemos que estar ahí. Nuestra presencia, aunque sea silenciosa, tiene una función: es sostén, destinatario final de un relato. Y además ya está por llegar nuestro momento.

Y llega nomás.
El testimonio termina. El presidente del tribunal “excusa” al testigo, y ahí entramos nosotros: llega el aplauso. Cerrado, con lágrimas y mocos, en silencio o con gritos de “presente”. A veces de pie, a veces sentados. Se aplaude con fuerza, hasta que duelan las palmas.
En el momento del aplauso no hay vidrio ni cerca. Nosotros, “el público”, decimos presente. Ese aplauso dice muchas cosas, pero sobre todo dice “gracias”. Gracias por la valentía, por ponerle el cuerpo, por haber estado dispuestos por vez número mil a revivir el horror. Gracias por recordar y por poder decir. Gracias por devolvernos a los que nos salieron de los campos, por devolvernos los sueños que antecedieron a la muerte, por recordarnos la lucha contra la impunidad y el olvido y que la única lucha que se pierde es la que se abandona.
Gracias, sobre todo, por darle sentido a la imagen que nos devuelve el espejo.
En ese aplauso nos enlazamos, nos abrazos, nos hermanamos. Distintas tradiciones políticas, distintas trayectorias, distintas generaciones. 
El aplauso condensa emociones contrapuestas que vibran todas juntas al mismo tiempo. Nuestras palmas dicen sobre nuestros miedos, nuestra admiración, nuestra angustia y nuestra alegría orgullosa de estar en esa sala, de haber logrado juzgar después de tanto luchar. Refuerzan el compromiso, el amor, las ganas. Pega un poquito de aquello roto, entre ellos y nosotros, en nuestra propia historia. Sella. 
Termina el aplauso y vendrán otros testimoniantes, un cuarto intermedio o terminará la audiencia. 
Una vez finalizada salimos todos en bandada. Nos encontramos en los pasillos o en la vereda: testimoniantes, público, abogados querellantes y algunos fiscales (que son de los nuestros aunque sean parte de la tribu). Los ojos rojos y la cara hinchada. La sonrisa en la boca. Los abrazos, los besos, más lágrimas y alguna risa. Repasamos la jornada, se insulta a quien se lo merece, se elogia a los que se lo han ganado. 
La comunidad del anillo se despide. Cada uno vuelve a sus faenas diarias, no sin antes establecer día y hora para la nueva batalla en la que volverá a reunirse, hasta que los fuegos de Mordor se extingan definitivamente.

Megacausa ESMA, tercer juicio. Foto: Paula Lobariñas (de la exposición "Días de Justicia" del Ente Público Espacio Memoria).

Malena Sylveira

Socióloga. Docente UBA/UNTREF. Militante de la Liga Argentina por los Derechos Humanos

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