Saltar a contenido principal

Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

16/04/2021

Un Padre muy especial

En mayo de 1977, María Isabel (Marisa) Bertone llegó a Venezuela junto a su esposo, su hija de tres años y un embarazo de 7 meses. Ingresaron con el status de refugiados, otorgado por el ACNUR de Brasil. A los pocos días, conocieron al padre Alfonso Naldi, párroco de la Iglesia de San Antonio de los Altos, pueblo aledaño a Caracas, y pronto supieron del secuestro de Nelly Forti y sus 5 hijos varones. Los detalles esenciales de esta crónica le fueron transmitidos a la autora por el mismo Padre Alfonso en Venezuela en 2009.

A la memoria de Nelly Sosa de Forti [1] y del Padre Alfonso Naldi [2]

Esa mañana del 18 de febrero de  1977 el padre Alfonso desayunó como todas las mañanas, después de la misa de siete en la iglesia de San Antonio de Padua. Primero, un buen plato de frutas. Cambures, piña y mangos eran sus preferidas. Después, rellenó la arepa con jamón y queso. Se sirvió el café, la leche, dos cucharillitas de azúcar y revolvió bien. En Venezuela se dice cucharilla a la grande, padre, acuérdese, porque cuchara es otra cosa, y cucharillita a la pequeña, recordó. Se lo habían advertido cuando llegó desde Bologna, veinte años atrás. ¿Veinte? ¡Bah! Tendría que sacar la cuenta, ¿y qué importancia tenía eso ahora? ¿Por qué lo recordaba?

Minutos antes, Alfredo le había dicho:

— ¡Chau, Alfonso! Voy saliendo para Maiquetía. ¡Por fin conocerás a mis chicos!... ¡Y a Nelly! Voy a tener que estar atento, porque si me descuido, mi mujer se quedará con vos a trabajar en la parroquia. Pero ya te dije, no a rezar; con la gente, a ella le gusta trabajar con la gente, con el pueblo, como dice siempre. 

—Chau Alfredo, chau. ¿Te lleva Manolo, no? Dile que vaya con cuidado, que a ése le gusta correr. Ya sabes que si llueve, la Panamericana es un jabón.  Aunque febrero no es época de lluvias, menos mal—reflexionó en voz alta—. No vaya a ser que ahora que se salvaron de ese desgraciado de Videla vengan a tener un accidente acá. Y acuérdate, esta noche, tú y los dos más grandes duermen en lo de los Barrios, ellos los están esperando. Y Nelly con los tres más chicos, en lo de los Olmos, que los esperan también. ¡Acá no tengo cama para tantos! Y hablando de todo un poco, ¿no tenían televisión allá en Tucumán?

— ¡Alfonso! ¿No era que había que traer al mundo todos los hijos que Dios mandara? ¡Mirá vos, un cura sugiriendo planificación familiar, qué buena vaina, como dicen los venezolanos! 

El párroco se sonrió.

— ¡Y falta la Silvana, todavía!—completó Alfredo—. Esa llegará después, porque se llevó unas materias a marzo. ¡Qué chinita!

El cura lo apuró:
—Vete, vete. ¡No sea que llegues tarde al aeropuerto! ¡Arrivederci!
¡Arrivederci!—gritó Alfredo, antes de cerrar la puerta.

Nelly Sosa de Forti y sus hijos. Foto: Gentileza Familia Forti Sosa

Le caía bien ese médico que mantenía el buen humor, a pesar de todo. Sí se había reído con el chiste que le había contado acerca del argentino aquel que había viajado a Italia y concluido: ¡Allá todos los apellidos son argentinos!, ¿viste? 

Terminó de desayunar y se fue al despacho parroquial. Sobre el escritorio, encontró tres certificados dentro de una carpeta “Para la firma”. Los revisó, pero no estaba concentrado. ¿Por qué esa mañana otros pensamientos lo atraían? ¿Sería por las historias que empezaba a escuchar cada vez con más frecuencia? A su parroquia estaban llegando muchos argentinos y él los recibía, y los ayudaba como podía.  A veces le parecía que la mejor ayuda era escucharlos sin preguntarles demasiado. Y creerles. 

Mientras firmaba, recordó cuando había llegado Roque, que se había presentado un domingo diciéndole que era cura, tercermundista, había agregado.

—Bueno, si es cura, ayúdeme con la misa de diez, celébrela usted. Yo ya di la de las siete—le había dicho Alfonso.
— ¿Y usted me cree así como así que yo soy cura? ¿Y no me exige alguna prueba?—había respondido Roque sorprendido con el pedido.
— ¿Y qué motivos podría tener usted para decirme que es cura si no lo es? ¡Vaya, hombre! Dé la misa que ya me daré cuenta si es o no es cura.

Y después de Roque habían llegado varios más, y mujeres, y también Alfredo. 

Alfonso nunca había viajado a Argentina como tantos otros compatriotas. Recordó cuando el obispo de Bologna lo había llamado para decirle que en Venezuela faltaban sacerdotes, que si no quería ir para allá. Y que él no había tenido dudas y le había dicho de inmediato que sí. Y hoy pensaba que había hecho bien. Que se sentía a gusto entre esta gente que lo hacía enojar a veces (¡ustedes son unos desordenados y unos derrochones!, les gritaba cuando no se hacían las cosas según un plan), pero ¡qué gente más generosa!, concluía siempre. Como los Barrios, como los Olmos, como los Poján, que lo ayudaban a ayudar. 

Con frecuencia le gustaba provocar con un chiste:
—Con el petróleo, los venezolanos saltaron de los cocoteros a los cádillacs. 
—Che Alfonso, pero ese chiste es racista—le había dicho Alfredo una vez.
—Será racista, pero é vero—le había respondido él.

Esa mañana, también se acordó de otra respuesta de Alfredo. Cuando Dios creó el mundo, había empezado Alfonso con su cuento,  a Venezuela le dio el Caribe turquesa y transparente, las nieves eternas del Pico Bolívar, la selva impenetrable con sus tepuyes, los llanos fértiles; le dio diamantes, hierro, petróleo, bauxita y oro; le dio ríos navegables y otros torrentosos y la salvó de huracanes. E iba a seguir otorgándole dones, cuando San Pedro lo interrumpió:
—Mi buen Dios, ¿por qué tanto a este país y tan poco a otros? ¿Es esto justo acaso?
Y continuaba Alfonso diciendo que había dicho Dios: 
—Tú tranquilo Pedro, que a Venezuela le daré también a los adecos.
—Le habrá dado los adecos, corruptos y tramposos, pero no le dio milicos asesinos como los nuestros—había respondido Alfredo aquella vez, con menos risa y más rabia. 

Milicos, recordaba Alfonso esa mañana en su despacho. ¡Cuántas palabras nuevas había aprendido desde hacía un tiempo! Empezó a anotar, como si ese acto absurdo le sacara la inquietud que lo molestaba esa mañana: milicos, colimba, cana, bronca, erpios, montos, las tres A, rajar, caños, fierros... Y esas dos que de tan oídas ya las empezaba a usar él también, no sin reírse: boludo y pelotudo. Un día de estos mostraría la lista y pediría ayuda para ir construyendo su propio diccionario.

Elvira, su ayudanta, lo interrumpió:

— ¿Qué preparo para el almuerzo, padre? ¿Quiere un buen pabellón?
—Mejor no, Elvira. Pabellón no, porque no sé si a esta familia le gustará, ya se adaptarán a esos nuevos sabores. Mejor prepara unos buenos espaguetis a la bolognesa  y en cantidad suficiente, que sobren para la noche. Vendrán con hambre. ¡Son un batallón! —Y al instante se arrepintió del símil y aclaró: —Seremos ocho esta noche. 

II
Después del almuerzo se recostó un rato en el chinchorro que colgaba en el corredor que daba al patio. El tejido estaba viejo y descolorido, pero todavía soportaba su peso. 

— ¡Padre Alfonso! Tiene que cambiar esa hamaca, un día de éstos se va a ir al suelo con to y mecate—le decía Elvira cada tanto.
— ¡Qué va!—contestaba él— ¡Acá hay chinchorro para rato!

En realidad, no quería desprenderse de él. Se lo habían regalado en Barlovento, su primer destino como párroco en Venezuela, cuando el obispo lo había trasladado a San Antonio de los Altos, ese pueblo entre montañas cercano a Caracas. 

—Pa´ que se acuerde de nosotros, padre—le había dicho Mauricio el día de la despedida, sin un abrazo (que no somos hembras, como le gustaba repetir ante la menor muestra de afecto), pero a Alfonso le había parecido que tenía los ojos aguados. ¡Ese muchacho! Tan rudo y tan necesitado de amparo. Como la mayoría en ese pueblo.

No era fácil olvidarse de esa tierra ardiente y del tambor, como decía la canción. Tierra de cacao y mar. De hombres de machete y mujeres de pilón. De selva y necesidades. De deseos y esperanzas. Tierra olvidada por los poderes de la capital. Tierra de antiguos esclavos y de primeros libertos.

Se acordaba de Mauricio. Lo veía parado en el patio de su casa (allá no había despacho parroquial) con sus ojos negros como dos paraparas, la frente sudada y los pantalones arremangados, la tarde en que, directo, le había dicho:

—Ayúdenos con el liceo, pa´ no tené quir a estudiá a Higuerote. Mi mamá no tiene plata pa mandame allá.
— ¿Y cómo puedo yo ayudarlos, muchacho? —había dicho él.
— ¡Ah pué! Y si no nos ayuda usté, ¿quién entonces? 
— Y tú, ¿estás dispuesto a trabajar?
—Pa lo que usté mande, que acá hay fuelza como arroz—. Y Alfonso recordó cómo había levantado el brazo y apretado el puño para contraer los bíceps. 

Y sí que habían trabajado. Porque el cura había ofrecido su casa para empezar con el liceo. Y hubo que mover muebles, acarrear pupitres y un pizarrón, conseguir firmas, convencer a los burócratas del ministerio. ¡Si hasta tomaron un galpón abandonado para presionar al alcalde! ¡La cara que había puesto el tipo cuando vio al cura al frente de la manifestación!
—Jamás me iba a imaginar que usted andaba en éstas—lo había acusado el viejo caudillo.
—Y yo jamás me iba a imaginar que usted era tan insensible con las necesidades de este pueblo—había respondido el cura—. Pero  las cosas no habían pasado a mayores y el liceo había comenzado a funcionar. Así era Venezuela.
— ¡Ahí sí que tendría trabajo Nelly! —pensó Alfonso.

El teléfono lo sacó de los recuerdos y del chinchorro. Se frotó los brazos porque sintió frío, pero otra vez se extrañó. Si él no era friolento. Fríos eran los de Bologna, no estas  temperaturas que los venezolanos llamaban invierno. Invielnazo llamaban en Barlovento  a los días de lluvia cuando el sol dejaba de salir por un rato y el palo de agua caía con fuerza. ¡Invielnazo! ¡Qué gracia le causaba esa expresión!
— ¿Graciela? ¡Hola! No, todavía no han llegado. Deben estar en camino, ¿ya son más de las cinco, no?… Me imagino que irán por tu casa para dormir. Primero cenarán acá.
Cortó el teléfono y entonces se abrió la puerta de entrada. Y vio un Alfredo pálido, que lo miraba fijo y le decía:
—Vengo solo, Alfonso. No llegaron. Los bajaron del avión de Aerolíneas.
— ¿Cómo que los bajaron del avión de aerolíneas? ¿Má que diches Alfredo? ¡Habrán perdido el avión en Buenos Aires!
—No, Alfonso. Los bajaron del avión. Me lo dijo un pasajero que venía en el vuelo y conoce a Nelly,  nos conoce. Un ingeniero. Me buscó y me contó. Me dijo que el avión ya estaba carreteando en la pista, pero se detuvo. Que se abrió la puerta y al rato escuchó que desde la cabina del piloto me nombraban. Tengo que ir a buscarlos. Mañana salgo, tengo que ir, tengo que ir—repetía Alfredo mientras daba vueltas por la habitación, cabizbajo, bocanada tras bocanada de cigarrillo.
—Tú nos vas a ninguna parte por ahora y me sigues contando. ¿Qué más te dijo ese ingeniero?—repreguntó  Alfonso.
—Me dijo que Alfredito, mi hijo mayor, se presentó  y dijo “soy yo”. ¿Te das cuenta Alfonso? Tengo que ir, tengo que ir...
—Alfredo, espera. No puedes tomar esa decisión ahora. Termina de contarme, por favor.
—Los bajaron, Alfonso. Los bajaron del avión. A Nelly y a los cinco chicos. ¿Qué más querés que te cuente? Mazola, el ingeniero, me dijo que desde su asiento no alcanzaba a ver bien la escalerilla, pero parece que había gente con armas largas. Tengo que ir… Tengo que ir…
Y el cura también repitió:
—Tú no vas a ningún lado. Tú te quedas acá. Pero esta vez agregó: —El que viaja soy yo. Yo iré a buscar a tu mujer y tus hijos.

Familia Forti Sosa en su casa en Yerba Buena, Tucumán. Foto: Gentileza Familia Forti Sosa

III
Decidió que viajaría por Aerolíneas Argentinas. Era mejor entrar en contacto con ese país de una buena vez. Y así le pareció cuando subió al avión. El azul marino de los uniformes de las azafatas le chocó. Le gustaba más el anaranjado chillón de Viasa. Tampoco exageres, Alfonso, se autorreprochó al instante. Es verdad que los militares están en todo, pero estos tonos han de ser los de siempre. ¿No es azul y blanca su bandera?

El vuelo fue tranquilo, pero no pudo dormir y las seis horas y media se le hicieron largas. 

Sabía que llegaría a Ezeiza pasada la medianoche. Por eso, no se extrañó cuando el capitán dijo que era la una. Adelantó su reloj y confirmó que era jueves 24.

Había muy poca gente en el aeropuerto. Ese país está en el culo del mundo, le habían dicho una vez. ¿Sería por eso que sólo una cinta descargaba equipajes? En la cola de inmigración sintió mariposas en el estómago. Es hambre, se dijo. Cuando le devolvieron el pasaporte ya sellado, observó el corte de pelo del tipo y sacó conclusiones según lo que le habían contado. Pero el funcionario no le hizo ninguna pregunta. Hasta ahora, vamos bien, pensó.

Entre tantas recomendaciones, ojo con los taxis, le habían advertido. Más de uno es informante de la cana. Y también, que había mafias. Pero el que contrató le pareció una buena persona. Por eso, se animó a decirle, cuando le preguntó el destino:
—Necesito que me lleve a un hotel, pero que no sea muy muy, porque tengo poca plata.
El tipo era conversador, pero él, siguiendo los consejos, respondió con monosílabos y el hombre desistió de la charla.

La noche estaba clara. No era un romántico, pero quiso encontrar un buen augurio en la luna llena. A la vera del camino vio muchos árboles y se asombró. Le habían dicho que Buenos Aires era una selva de cemento. Circulaban muy pocos vehículos. Todos pequeños y ninguno rugía como los ocho cilindros venezolanos. El que lo llevaba le pareció pequeño y algo destartalado. 

A lo lejos, vio cambios de luces y pensó en un accidente. Pero el taxista lo sacó de la equivocación: 
—Prepare su documento, se lo pedirán, es una pinza… quiero decir, un control del ejército—rectificó, como si recién cayera en cuenta de que el cliente era extranjero.
Dos soldados con ametralladoras al hombro se acercaron a la ventanilla del chofer, que había apagado el motor, encendido las luces internas y bajado el vidrio antes de que se lo ordenaran. 
— ¡Documentos, suyos y del pasajero! —le oyó gritar a uno de los uniformados.
Entregó su pasaporte venezolano y vio que el chofer hacía lo propio. 
—¡Abra el baúl!—ordenó al taxista el segundo militar.
Alfonso sintió alivio cuando oyó el ruido de la tapa al cerrarse y vio al chofer regresar al volante.  Cuando les devolvieron los documentos y tomó el suyo se dio cuenta de que sus manos estaban transpiradas, a pesar de que la noche estaba fresca. 21 grados había dicho el capitán al aterrizar. Después oyó la orden, ¡Continúen!, y siguieron el viaje en silencio. Alfonso pensó que menos mal. Si hablaba, seguro metería la pata. Prudencia, mucha prudencia, le habían recomendado. Acordate de que no es Venezuela, es una dictadura. Allá todos son sospechosos. Y vos también.

Cuando vio carteles con nombres de calles y flechas de desvíos se dio cuenta de que estaban entrando en la ciudad.  El taxista volvió a la charla y ahora sí, se mostró más dispuesto a escuchar. Que si la calle Corrientes que nunca duerme, que si el tango, que si quiere comprar cuero yo sé de un lugar y lo puedo llevar, que la mejor carne del mundo, que el fútbol… Alfonso respondía a todo qué interesante, qué bien, muchas gracias.
—Llegamos. Hotel Maipú—dijo el taxista al fin del recorrido—. Maipú al 735, entre Córdoba y Viamonte, no se olvide. Ya va a ver, le va a gustar. Y no es caro, como usted me lo pidió. 
—Muchas gracias—le respondió—. Ha sido usted muy amable—. Y Alfonso sintió que estaba siendo sincero. Como si el miedo los hubiera hermanado. Porque estaba seguro, en ese control de pocos minutos antes, los dos habían tenido miedo. Pavura, pensó en italiano.
Mientras se bajaba del taxi y antes de entrar a la recepción, vio el anuncio en el restaurante vecino: “Auténtica parrillada argentina”. Se asombró de ver la concurrencia. En Buenos Aires podés comer a cualquier hora. Entonces se acordó de que también se lo habían dicho. Y le fue útil su diccionario. Pediría un buen bife a caballo. 

IV
Esa noche durmió mejor y pensó que en parte había sido por el buen vino que acompañó a la carne. Mendocino, le había dicho el mesonero, bueno, el mozo, como le decían por estas tierras, cuando él lo alabó. Pocas horas después empezó su deambular por Buenos Aires. No por el Obelisco, que no le interesaba, sino por los lugares donde esperaba, aunque sin muchas esperanzas, que lo ayudasen. 
Al poco rato confirmó su pesimismo. En la Nunciatura Apostólica le dijeron que no podían hacer  nada. En la Curia, Primatesta no estaba, y tampoco le devolvió la llamada. Aramburu no quiso recibirlo. Bastaba con que explicara un poco para que se repitieran las respuestas. No podemos hacer nada, no está en nuestras manos, no está, no puede recibirlo, no depende de nosotros. No. No. No. Pilatos, Pilatos, Pilatos, pensaba él ante cada negativa.

A Pio Laghi tuvo ganas de gritarle ¿Y si no puede hacer nada con todo lo que está pasando, si no puede ni siquiera  preguntar a las autoridades de este país quién ordenó bajar de un avión a una madre con cinco hijos y dónde  están, qué hace en este país? ¿Por qué no da un portazo y regresa al Vaticano? 

Pero no se lo preguntó. Calló. No por respeto a la investidura. Calló lo que tenía atragantado porque empezaba a saber la respuesta y le dolía. Esta iglesia, pensó, ni santa, ni madre. Más bien cómpli… , pero espantó la palabra porque lo espantaba la sospecha. 
Cuando empezaba a pensar que tenía que llegar más arriba aún, recibió el telefonazo desde Venezuela. Alfredo le avisaba que los muchachos habían sido liberados, mejor dicho arrojados a un baldío, pero sin la madre. De ella no se sabía nada aún, pero los chicos estaban bien, que llamara a un teléfono, que allí los encontraría. 

Cuando llegó al lugar vio que la casa era pequeña y los abrazos le parecieron interminables. Fue uniendo nombres con tamaños, uno por uno. 
— ¿Tú eres Guille, verdad?—preguntó alborotando la melena del más pequeño. 
Y tuvo que hacer esfuerzos para escuchar el sí. 
—No, no llores—tuvo ganas de pedirle, porque sintió miedo de no saber qué hacer ante tanto desamparo—. Pero no hubo lágrimas todavía.
—Y yo soy Alfonso, amigo del papá, y vengo de Venezuela—se apresuró a aclarar.
Y vio el alivio en los ojos de los cinco.
La escalera se completaba con Mario, Renato, Néstor y Alfredo, el mayor, Alfredito para diferenciarlo del papá, de 16.
Alfonso hizo otras preguntas y todas le parecieron estúpidas. Por primera vez deseó un milagro para poder dar la única respuesta importante.
— ¿Dónde está mamá?

Su cabeza daba vueltas para encontrar qué decir. Por un momento se sintió abrumado. Así y todo, alcanzó a darse cuenta de que iban a pasar los años y él no olvidaría nunca la huella de la tristeza en esas miradas. Había estado muchas veces en contacto con el dolor humano, pero éste era nuevo para él. No era la muerte, no era la enfermedad, no era la prisión, no era la pobreza. ¿Cuál era el nombre de esta ausencia?
Se dijo que no podía abatirse. Mientras estuviera en este país era responsable de estas vidas. La tarea le devolvió el ánimo.

Nélida Azucena Sosa De Forti. Foto: Gentileza Familia Forti Sosa

V

Lo primero era encontrar una casa donde alojarse, porque era evidente que en la que estaban no cabían seis más. Unas tías de la familia, viejitas ellas, estuvieron encantadas de recibirlos en la suya. Vénganse, vénganse, le dijeron a Alfredito cuando éste las llamó por teléfono. Vivían en Olivos. Se fueron desde Retiro en tren. ¡Qué país éste! A veces le recordaba a la vieja Europa.

Ya en viaje, a Alfonso le pareció que lo miraban raro. ¿Sería por las ropitas de los muchachos?  Estaban casi en pijamas, era lo poco que les habían dejado  los... ¿Quiénes? ¿Quiénes los habían bajado del avión? ¿Mantenido cinco días con los ojos vendados? ¿Arrojado maniatados a las calles de Buenos Aires en esa madrugada? ¿Robado sus ropas? ¿Quiénes los habían separado de su mamá?
—Un coronel, decía que lo llamemos coronel— le contaron los muchachos—fue el que nos bajó del auto.
Las tías vivían  a pocos metros de la residencia oficial de Olivos.
—Estás conmigo. No te va a pasar nada—le dijo Alfonso a Guille, el más pequeño, cuando sintió el temblor del niño, advirtió su retroceso y oyó el llanto al ver el cordón militar. Lo abrazó muy fuerte y luego lo tomó de la mano. Y sintió que el niño no la soltaba y se dejaba llevar. 

La casa olía a comida casera y las tías invitaron a comer. Se habló poco, pero Alfonso vio que los niños comían y le pareció buena señal. Incluso empezaron algunas risas y bromas entre ellos. El poder del afecto, pensó. Pero Alfredito, el mayor, mantenía la expresión grave y repetía cada tanto:
—Hay que buscar a la mamá, tenemos que encontrarla, no la podemos abandonar. 
En un momento Alfonso lo apartó y le dijo:
—Escucha, Alfredo—y al decirle Alfredo supo la responsabilidad que le cargaba—. Lo primero es llevarlos a ustedes a Venezuela. No podremos estar en esta ciudad muchos días más sin documentos. Tengo que reunirlos con tu papá y seguiremos buscando a tu mamá. Pero primero hay que sacarlos a ustedes de este país. 

Alfonso sintió que el corazón del niño se rebelaba y  sus ojos le decían quiero a mi mamá, pero el adulto le respondía:
—Entiendo. ¿Qué se te ocurre hacer?
—Mira, en Venezuela tu padre me cedió la patria potestad de ustedes. Yo creo que debemos ir a un juzgado y solicitar la autorización para que los dejen viajar conmigo. Después, habrá que conseguir que nos reconozcan los pasajes que no fueron utilizados.

El Juzgado era el de San Isidro. Después de mucho ¿cuál es el asunto?, espere un momentito, y otra vez cuál es el asunto y el momentito es más largo, y mucho mostrar documentos, y más anunciarse como Alfonso Naldi, sacerdote venezolano, por fin estaban ante el Juez, él y Alfredito.

Le vio el saco oscuro a pesar del verano, la corbata al tono, la camisa a rayas. (Ya verás, en Argentina parecen todos uniformados, recordó). La mano se alargó a regañadientes ante la suya extendida con espontaneidad. Un juez podrá entenderme, confió.
— ¿Qué se le ofrece, padre? 

Y otra vez echaron el cuento, esta vez entre los dos. Que hombres uniformados los habían bajado del avión. Que fueron sacados del aeropuerto. Que los conductores del Peugeot crema y del Falcon bordó donde los llevaban saludaban con señas en los controles. Que la madre preguntaba una y otra vez el motivo de su detención. Que le respondían que eran órdenes superiores.  Que sus hermanitos lloraban desconsoladamente cuando los bajaron en un descampado y les vendaron los ojos. Que los llevaron a un lugar donde había más personas también con los ojos vendados. Que una chica les contó que era de La Plata y que estaba allí desde el día de la marcha por el pasaje estudiantil. Que un día los separaron de su madre y que esa noche los tiraron en una calle con los ojos vendados y las manos atadas. Que les habían quitado todo y también sus pasaportes. Que les habían dicho que a la madre la llevaban a Tucumán por unos días. 

No hubo un solo gesto de asombro en la cara del juez. Sus dedos tamborileaban sobre el escritorio. En un momento, cortó tajante el relato y con voz áspera dijo:
—Bueno, para poder extenderle la documentación y los permisos solicitados los menores  tendrán que afirmar que fueron abandonados por la madre y que ella se robó los pasaportes.
Alfonso miró a Alfredito, vio la furia en sus ojos y antes de que hablara, lo protegió adelantándose:
— ¿Usted se da cuenta de lo que nos está pidiendo?—y notó que había alzado el tono, pero continuó:
— Detrás de su sillón veo el crucifijo. ¿Le parece cristiano lo que está pidiendo? ¿Acaso está insinuando señor juez que los niños mientan? Porque la madre no los abandonó, y recalcó el no.
Nuevamente se tragó las ganas de decir otras cosas, pero creyó prudente dejarlo hasta ahí. 
—Es todo lo que podemos hacer. Sabrá usted que son tiempos difíciles.
—Aún en tiempos difíciles yo sé lo que debo hacer. Y esta mentira no la diré ni les pediré a los niños que la digan.
—Aunque nos lo pidieras, Alfonso. Mi madre no nos abandonó, esa es la verdad—se oyó la voz del hijo mayor.

Alfonso recordó la sentencia bíblica “Por los frutos los reconoceréis”. Y pensó en Nelly y en Alfredo papá. 

VI
Esa noche, mientras estaban cenando, lo llamó por teléfono el Embajador de Venezuela. Unos días antes, se habían encontrado en la sede de la Embajada. Había sido una grata sorpresa para ambos reconocerse de los tiempos del Movimiento Familiar Cristiano, del cual el cura había sido alguna vez asesor, y Santander y su esposa, miembros activos. En el abrazo, Alfonso reconoció esa calidez venezolana que le venía muy bien en esos días. 

Afuera el sol arreciaba, pero caminar por las calles de Buenos Aires le estaba produciendo escalofríos. Como el de unos momentos antes.
La Embajada, como todas, estaba cercada militarmente. Al llegar, se identificó como sacerdote venezolano y mostró sus documentos. También, la patria potestad sobre Alfredito. Dijo que venía a hacer un trámite de rutina.
—Usted puede pasar, pero el menor no puede entrar, se queda acá—dijo ásperamente el militar.
Alfonso miró a Alfredito y vio el fogonazo del miedo en sus ojos. No lo dudó, no podía dejarlo solo rodeado por la jauría.
—Entonces regreso solo en un momento—informó al uniformado quien no se inmutó con el aviso.
Buscó una iglesia cercana y le dijo a Alfredito que no se moviera de allí. Que hablaría con el Embajador y regresaría a buscarlo. Que en la iglesia nada le podía pasar. 
—Andá tranquilo, Alfonso. Yo te espero… Preguntale qué podemos hacer por mamá—insistió una vez más.

Antes de salir, Alfonso miró por si encontraba la imagen de un San Benito. Prefería encomendar al muchacho a un santo así, a un santo negro, bonchón y fiestero, que agitaba las maracas y bebía ron.  El santo que había conocido en su ahora lejana Barlovento. Pero no había ninguno en esa iglesia de la Avenida Santa Fe. En cambio, vio una Mater dolorosa de mármol blanco con su hijo en el regazo, bajado desde la cruz. ¿Sentiría consuelo Alfredito con esta imagen? ¿O era él más bien la imagen en reverso? ¿El hijo que desea tener a la madre en su regazo? 

No había tiempo para responderse y volvió al encuentro con el embajador. Le contó todo. Qué hacía en Buenos Aires y por qué lo visitaba.
El Embajador escuchó con interés y por momentos sus ojos se agrandaban ante el asombro. 
—No se te escapa que el asunto es peludo, Alfonso -dijo el diplomático cuando Alfonso calló- Es verdaderamente de terror lo que está pasando en este país.
—Lo sé, lo sé. Por eso vengo.
—Aquí en la sede tengo tres más que lograron entrar y pidieron asilo territorial. Ya de esto hace meses y no quieren darles los salvoconductos. Te habrás enterado de lo que pasa con Cámpora en la Embajada de México. No se apiadan ni siquiera con su enfermedad.
—Lo sé también—respondió el cura. Se lo habían contado en Venezuela antes de salir.
—Yo podría darles pasaportes venezolanos de emergencia, pero siendo los niños argentinos, el caso se convertiría en un escándalo diplomático. Y ante eso, debo pedir autorización a Caracas. Se tardarán bastante y no sé si me darán el ok. Hay que buscar otras salidas.
—¿Cuáles?—preguntó Alfonso.
—Está Graselli—respondió Santander.
—¿Graselli? ¿Quién es Graselli?
—El vicario castrense.
—¿El vicario castrense? ¡Pero si ya te dije que la Iglesia se lavó las manos, ni me quieren recibir!
—Lo sé. La jerarquía apoya a la junta militar, y a Graselli le dieron una misión. Decirles a todos los familiares que buscan a sus hijos que se olviden de ellos. 
—¡Cristiana misión!—exclamó Alfonso con ironía.
—Lo que importa ahora es que puedas llevarte a esos muchachos a Venezuela y Graselli tiene contactos con los militares. Habrá que acudir a él. Yo me comprometo a presentártelo. 
—Está bien—respondió Alfonso.

Todo esto recordó antes de atender el teléfono cuando le dijeron que lo llamaba el Embajador.
—Óyeme, Alfonso—escuchó del otro lado— ¿Tú registraste tu pasaporte en la Embajada? 
—¿A esta hora me llamas para esto?— la confianza le permitía esta familiaridad—. Estoy cenando y sabes cómo me gusta comer tranquilo. ¿El trámite no puede esperar hasta mañana? No, no lo registré—aclaró al final.
— ¿Lo tienes a mano?
—En la mano, no, en la maleta.
—Pués búscalo ya y me das el número—y Alfonso le pareció que Santander le estaba dando una orden y era mejor cumplirla.
Después de dictarle el número, oyó:
—Gracias, ya lo anoté. Mañana, pásate por la embajada. Tenemos mucho de qué hablar. Que descanses.
—Gracias, hasta mañana. Estaré temprano por allí.

VII
A Alfonso no le gustó el tono que le había escuchado a Santander y por eso llegó a la Embajada 15 minutos antes de que abrieran. Sorteó una vez más el control militar mostrando su pasaporte venezolano. A los pocos minutos de haberse anunciado, el embajador lo recibió con una fuerte palmada en la espalda.
 –Nada de besos, que los venezolanos no andamos con esas mariconerías, como acá, ¿verdad Alfonso?—, y la risotada franca le vino bien al cura que extrañaba la liviandad caribeña en esos días pesados. 
Después de que ambos se sentaran, escritorio de por medio, Santander no anduvo con rodeos y fue al grano:
—Te habrás dado cuenta de que anoche la llamada fue una treta, ¿no?
—Algo me imaginé, te noté raro, por eso estoy acá. ¿Tienes novedades? 
—Sí. Un informe de nuestros servicios indica que te están siguiendo. Tu presencia en el país no está bien vista por los de arriba. Más aún, la línea más dura, la de Suárez Masson, sostiene que fue un error soltar a los muchachos. 

El sol entraba por la ventana en aquella mañana de febrero y Alfonso sintió una sombra detrás de él. Siguió escuchando a Santander:
—Que… — el Embajador se detuvo e hizo una mueca de asco—  que la tarea mejor era hacerla completa…  

Ahora le parecía que la sombra le respiraba sobre el cuello. Se concentró en las palabras del antiguo amigo para no darse vuelta. 
—Y no se cuánta fuerza tengan los otros, los que dicen que hay que darles pasaportes a los cinco para que se vayan cuanto antes. No quiero ni siquiera imaginar que Suárez Masson te incluya a ti en alguna lista. Estas bestias no se andan con chiquitas.  

El cura dejó de escuchar y recordó a las mujeres de Barlovento cuando cargadas con sus atados de ropa recién lavada en el río pasaban por la puerta de su parroquia, y le decían  que había que sacudirse los espantos, que no era bueno convivir con ellos. A Alfonso le parecía escucharlas en esa oficina de Esmeralda 909, Véngase esta tarde, padre, a la casa de la Petrica. Le han echao una vaina[3] a la pobre y hay que ensalmar el rancho. Usté con su agua bendita y su cruz y nosotros con nuestros santos, pa que la cosa no falle.
Entonces se reía. Ahora no. Le hubiera gustado tener en Buenos Aires a una negra de aquellas para que le diera ánimo. Los espantos de Argentina eran algo más que espantos, distintos a esas sombras que según las leyendas recorren los llanos venezolanos en busca de borrachos parranderos. Estos espantos del sur tenían rostros y nombres, y hacía falta algo más que azotes con yuyos, brebajes y bailes para vencerlos. ¿Vencerlos? Tal vez solo era posible poner distancia y salir cuanto antes del alcance de estas fieras. 

—¿Me oyes, Alfonso? ¿Dónde estás, chico? ¡Vale, es importante lo que te digo!—, volvió a escuchar la voz del Embajador.
—Sí, sí, te escucho. Continúa.
—Debes moverte con sumo cuidado. Sabrás, por supuesto, que nuestros teléfonos están intervenidos; anoche, al darme tu número de pasaporte, les hicimos saber que si pasa algo contigo haremos escándalo, y espero que eso los frene. Pareciera que a Videla le preocupa algo la imagen internacional, saben que están bastante aislados. Incluso están buscando el apoyo de nuestro gobierno, que Carlos Andrés los reciba. Eso juega a nuestro favor. Pero debes irte cuanto antes, ya te lo dije. Ve donde Graselli, yo ya lo puse al tanto. 
—Iré, iré—respondió el sacerdote como quien obedece a un superior.
—Le pedí que te atendiera en otro sitio que no sea la Parroquia Stella Maris—le aclaró el diplomático.  
— ¿Y eso?
— ¿Quieres meterte en la boca del lobo? Graselli es el vicario castrense, la parroquia queda en la sede de la Armada, en pleno territorio de Massera. Me dijo que te atenderá en la Curia, en la calle Suipacha. Mi secretaria te dará una tarjeta de mi parte y la dirección exacta.
— ¿La curia? Otra guarida de lobos, pero disfrazados de corderos. 
—Déjate de vainas, que si te oye el vaticano te excomulga.
—¡Bah! ¡A esta altura…!—y levantó los hombros con gesto displicente.
—Vamos, vamos—dijo Santander levantándose del sillón y acompañándolo hacia la puerta, en señal de que la reunión terminaba—. Si Graselli consigue los pasaportes, deja la teología para más adelante. Ahora nos ocupan asuntos prácticos. ¡Suerte, Naldi! Me tienes al tanto, eh?
—Chau, te tengo al tanto. 
La secretaria le entregó la dirección y le explicó que estaba a pocas cuadras de la Curia. Graselli lo esperaba a las once, el Embajador había acordado la cita. Eran apenas las diez. Tenía tiempo para un café que, aunque no tan bueno como el venezolano, le hacía falta. 

VIII
Pasajeros del vuelo 1447 de Aerolíneas Argentinas con destino a Caracas, favor abordar el avión por la puerta 14, escuchó Alfonso Naldi por los altoparlantes de Ezeiza y sintió que la mano de Guillermo apretaba la suya con fuerza.
− ¡Vamos muchachos! Es nuestro avión, tenemos que subir─, y los seis se incorporaron a la fila.
Primero abordarán pasajeros VIP y pasajeros con niños, continuó la voz.
Se adelantó un grupo. Entre ellos, un hombre de traje oscuro se acercó a Naldi y le susurró al oído:
─ ¡Quién lo diría! ¡Un cura con cinco hijos!… pero al ver la cara de susto se apuró en aclarar:
─ No tenga miedo, padre; gente de paz, soy el Embajador de México─ y se esforzó en que Naldi viera su pasaporte.

Repuesto de la sorpresa y aliviado por la explicación, Alfonso respondió con picardía:
─ Son mis hijos. Bueno, así los siento sintió necesidad de aclarar.
─ ¡Ya lo creo! ¡Mire si no! Santander me contó todo.
El cura no pudo frenar la pregunta:
─ ¿Ya estamos a salvo?
─ No cantemos gloria, padre. Hasta que no salgamos del espacio aéreo argentino no estarán a salvo.

Alfonso recordó la entrevista con Graselli de unos días antes. Alto. Pálido. Amable y distante a la vez. Elegante, a pesar de la larga sotana abotonada. Así lo había visto cuando éste le alargó la mano en su despacho de la curia.
─ Sea bienvenido, padre. Ya me pusieron al tanto de qué lo trae por esta ciudad.
─ Mejor así entonces. No sería la primera vez que echo el cuento y si usted ya lo conoce, tanto mejor.
─ Lo sé, lo sé, sé demasiado, tal vez. Y creo poder ayudarlo.
A Alfonso le habían asaltado nuevamente las ganas de preguntar:
─ Y si saben tanto… ¿Por qué callan? ─ Pero había seguido la recomendación de Santander de dejar la teología para otros tiempos y concentrarse en cuestiones prácticas. No era poco saber que por fin se abría una posibilidad.
─ Lo escucho con atención, monseñor le había dicho.
─ A solicitud de la Embajada hemos tocado algunas puertas en nombre de la Iglesia. Usted sabe, a la Iglesia siempre se la escucha.
─ ¿Y cuál ha sido el resultado? ─ tomó el atajo para evitar terrenos pantanosos. 
─ Les volverán a hacer los pasaportes a los muchachos y Aerolíneas devolverá los pasajes… como no fueron usados… Usted hará las gestiones con el poder que le dio el papá, y vaya mi palabra de por medio de que todo saldrá bien.
Graselli había seguido hablando y Alfonso a duras penas había podido continuar con las banalidades de la conversación.
─ Sí, en Venezuela seguimos con dificultades con las vocaciones religiosas…
─ Sí, gobierna Acción Democrática…
─ Y sí, el petróleo es mucho…
Sintió alivio cuando advirtió que llegaban al final:
─ Muchas gracias por sus gestiones, monseñor. Allá en Venezuela estamos a la orden.

La voz de la azafata lo trajo al presente: 
─ Son estos seis asientos: cuatro en el medio y dos acá─. Alfonso se sentó junto con los más pequeños y dejó solos a los dos más grandes, del otro lado del pasillo. Los miró como tantas veces lo había hecho en esos largos diecisiete días (los había contado una noche en que el sueño no llegaba), y otra vez encontró tristeza y mil preguntas sin hacer. Pensó en qué pensarían, pero tampoco él se animó a preguntar. 

No estarán a salvo hasta que abandonen el cielo argentino, la frase volvía y sintió algo parecido a la náusea.

En caso de una descompresión máscaras de oxígeno caerán de los compartimentos arriba de sus asientos… los chalecos salvavidas en ningún caso deberán ser inflados dentro del avión… dos adelante, dos en el medio, dos hacia atrás, se oían las indicaciones de las aeromozas, pero Alfonso rumiaba otras. ¿Por qué Graselli le había dado seguridad de que todo saldría bien? ¿Hasta dónde llegaba el poder de la Iglesia? ¿Por qué tenía ese poder que contradecía lo dicho por  el embajador mexicano?

La palabra cómplices se abrió paso como el avión en las alturas y él la dejó instalarse.
Señores pasajeros, les habla el capitán Barrenechea... Los pasajeros de la  izquierda pueden observar el Amazonas… Hemos alcanzado la velocidad crucero y tendremos el gusto de ofrecerles  un desayuno… en nombre de la tripulación y de aerolíneas argentinas, esperamos que disfruten el vuel … 

La azafata se acercó con una bandeja y una copa
─ Se la envía un pasajero de primera clase. Dice que usted sabe por qué. Que ahora sí puede brindar…
Alfonso bebió y brindó, pero sintió que la infancia de esos niños había quedado rota e incompleta para siempre. 

María Isabel Bertone
Buenos Aires, marzo a agosto 2009

Marisa Bertone

María Isabel Bertone militó en Córdoba en la Agrupación de Estudios Sociales (AES) de la Universidad Católica y en el Peronismo de Base. Estuvo detenida en las cárceles de Neuquén y Rawson desde marzo de 1971 hasta febrero de 1972. Luego del golpe de Estado y ante certezas de que su vida corría peligro decidieron exiliarse. Llegaron a Venezuela el 25 de mayo de 1977 en calidad de refugiados con estatus otorgado por el Acnur en Brasil. En ese país y a los meses de llegados nació el segundo hijo, Nicolás Emilio.

Compartir

Notas

[1] Nélida Azucena Sosa De Forti había militado en el sindicato de empleados municipales de Tucumán; había hecho trabajo social en los barrios más pobres de esa provincia. Fue secuestrada el 18 de febrero de 1977, ella junto a sus hijos de entre 8 y 16 años iban a Venezuela. Una vez subidos en el avión les dijeron que no podían viajar por "problemas de documentación". Fueron bajados del avión. Estuvieron detenidos ilegalmente, los hermanos Forti fueron liberados y lograron viajar hacia Venezuela. No volvieron a ver a Nelly, trasladada a Tucumán y vista por última vez en Jefatura.

[2] El Padre Alfonso Naldi nació el 9 de octubre de 1927 y murió el 30 de septiembre de 2011 en su tierra natal Bologna, Italia.

[3] Equivalente a ”hacer un daño”.

Te puede interesar

El terror sin fronteras

El terror sin fronteras

Por Equipo Museo Sitio de Memoria ESMA

Voces de ultratumba

Voces de ultratumba

Por Rodolfo Yanzón

  • Temas