Saltar a contenido principal

Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

26/04/2021

A 65 años de la derogación de la Constitución de 1949

Cuando el tiempo se quiso borrar

El ex juez de la Corte Suprema Raúl Zaffaroni analiza las razones por las cuales hace 65 años la dictadura encabezada por Aramburu derogó la Constitución de 1949, un acto que preanunciaba el comienzo de un proceso regresivo mundial caracterizado por la hegemonía del capitalismo financiero.

El curso real de los acontecimientos en el tiempo no es la historia, sino el material en que se halla la res gestae que pervive en sus consecuencias presentes. El buceo en ese curso es tarea del historiador, que escribe la historia. Al respecto suele decirse que la historia la escriben los vencedores, lo que no es cierto, en especial cuando es la historia de una lucha que continúa, porque los pueblos no se rinden.

El poderoso que pretende dominar la historia no interpreta, sino que su pecado consiste en la insensatez de querer borrar un tramo de tiempo, hachar su continuidad, interrumpir su fluir, sepultar un pedazo de tiempo en el silencio. No ataca a la historia, sino al tiempo, pretende despedazarlo.

A la Constitución de 1949 se la quiso borrar. Por primera vez en la historia patria, un decreto emitido en función de supuestos poderes revolucionarios, derogó una Constitución Nacional y Constituciones provinciales, trascendiendo en mucho su sentido meramente fáctico para hacerle adquirir la dimensión de una tentativa de ruptura del tiempo. Otras aberraciones se habían cometido –y no pocas- pero esta trasciende su propio alcance inmediato y proyecta su sombra nefasta sobre las décadas posteriores.

Discurso del entonces presidente Juan Domingo Perón al entrar en vigencia la Constitución Argentina sancionada el 11 de marzo de 1949.

La objeción formal que le sirvió de pretexto en el debate legislativo fue el defecto de votos en el ejercicio del poder preconstituyente. La erudita respuesta de Arturo Enrique Sampay –artífice jurídico de la reforma- a esta objeción y su detenido análisis del artículo 30, remontándose a los antecedentes y doctrina norteamericanos, no tiene desperdicio. En definitiva, la objeción de la oposición no era esa supuesta falla, sino la reelección del Gral. Perón. Esta es la razón formal que reconoce el decreto de la dictadura del 27 de abril de 1956: Que la finalidad esencial de la reforma de 1949 fue obtener la reelección indefinida del entonces presidente de la República, finalidad probada fehacientemente por la representación opositora en la Convención Constituyente y reconocida por los convencionales del régimen depuesto (Constitución de la Nación Argentina, Secretaría de Prensa de la Presidencia, Buenos Aires, 1956, p. 8).

Pero la derogación no podía fundarse en el defecto de votos de la pretendida mayoría absoluta de diputados, porque la contradicción era flagrante, dado que el poder de facto, sin ningún voto de ningún legislador –que no los había- se atribuyó el poder preconstituyente que no poseía y convocó la reforma de 1957.

La mayoría del pueblo –con el justicialismo proscrito y prohibido por decreto de increíble contenido- dividió sus votos entre la fuerza a la que había pertenecido el vocero de la oposición de 1949 –que prometió retirarse de la constituyente- y en blanco. La reforma nació muerta y sólo logró aprobar el llamado artículo 14 bis. El presidente de la Asamblea inconstitucionalmente convocada y que había quedado en minoría por retiro de la mayoría de los diputados, comunicaba esa reforma al dictador gobernante de facto señalando: Al gobierno presidido por V.E. cabrá para siempre el mérito de haber convocado a la Asamblea Constituyente que adoptara tal decisión. No se conmovieron mucho las fuerzas que apoyaban a la dictadura, porque también tenían cierto temor acerca de lo que pudiera sancionar la propia constituyente por ellos convocada y que se le podía escapar de las manos.

Ilustración de la época. La Constitución de 1949 fue pionera al incorporar los derechos de los trabajadores; de la familia; de la ancianidad; de la educación y la cultura; de la protección estatal para la ciencia y el arte; y de la enseñanza obligatoria y gratuita.

El curso posterior de los hechos nos permite ver con claridad los reales motivos determinantes de la absurda tentativa de romper el tiempo. Sin deuda externa –o sea, sin necesidad ni urgencia- de inmediato comenzó la suscripción de los instrumentos internacionales que sometieron nuestra economía al control hegemónico mundial y, a lo largo de los años, se fue atando al país a una deuda externa creciente y a los dictados de los órganos de poder del hemisferio norte, hasta llevarnos reiteradamente a la ruina, con las letales consecuencias sociales y políticas que todos conocemos.

No se pretendió derogar –y borrar- la Constitución de 1949 por defectos formales de convocatoria, por la reelección presidencial ni por cualquier otra razón semejante, que podrá seguir siendo materia de discusión técnica y política.

Más allá de todas las confusiones y desencuentros, de todas las críticas del momento histórico, de los errores y aciertos de uno u otro gobierno, el lector actual del texto de 1949 no tiene más que repasar con la mirada más somera sus artículos 38, 39 y 40 para descubrir lo determinante de la pretensión de suprimirla de la memoria de todos los argentinos y para convencerse de que, al margen de la buena o mala fe o de la ingenuidad de muchos, su supresión autoritaria fue un capítulo más de una decisión hegemónica planetaria en ciernes.

Arturo Enrique Sampay fue un jurista, constitucionalista y docente argentino, conocido como el ideólogo de la Constitución Argentina de 1949 y padre del constitucionalismo social en la Argentina. De ideas radicales yrigoyenistas en un inicio, desarrolló luego un pensamiento socialcristiano, adhiriendo al peronismo a partir de la década de 1940. Fue concejal en Concordia por la UCR, se vinculó a FORJA, convencional constituyente por el peronismo en 1949.

La Constitución de 1949 estaba en sintonía con el movimiento constitucional y legislativo mundial propio de los primeros años de la posguerra europea y con sus antecedentes y repercusiones latinoamericanas. El mundo de la última posguerra confiaba en evitar el caos que podía llevar a las aberraciones políticas de entreguerras mediante el progreso social, la ampliación de la base de ciudadana real, la incorporación de las masas a la producción y al consumo, la asistencia y la previsión social, el fomento de la educación y de la cultura. Esa era la tónica del constitucionalismo europeo continental de los primeros años de la posguerra, del Full employment in a free society de Beveridge en la Gran Bretaña que votaba al laborismo, de los Estados Unidos con la línea del New Deal, del famoso discurso de Roosevelt en 1941 con las cuatro libertades, entre las cuales estaba ser libre de necesidad, y de la famosa Declaración de Filadelfia de la OIT de 1944: no hay paz sin justicia social.

En antípoda con la actual tesis del fundamentalismo de mercado, este mundo horrorizado por lo que acababa de vivenciar impulsaba la intervención económica del Estado para incentivar y redistribuir sobre la base de la equidad y la justicia social, en consonancia con reclamos de preguerra de Pio XI, coherentes con su advertencia frente al avance nazista en su encíclica Mit brenender Sorge.

En tanto la descolonización se imponía, Ghandi era un símbolo y un mártir, Gran Bretaña la asumía con cierta resignación, Francia la resistía. América Latina se inquietaba, pero sus países extensos (México, Brasil y Argentina) defendían mediante gobiernos populares su independencia económica. Perón, junto con Lázaro Cárdenas y Getúlio Vargas, con diferencias propias de la idiosincrasia de sus pueblos y con sus propios y humanos errores, procuraban el desarrollo económico autónomo de la región.

Proclama del 27 de abril de 1956 aboliendo la Constitución y restableciendo el texto de 1853, con las reformas de 1860, 1866 y 1898.

Esta tendencia del mejor constitucionalismo de la época había tenido su inicio en América Latina y reconocía antecedentes en tiempos europeos de entreguerras. La consagración constitucional de los derechos que hoy llamamos económicos, sociales y culturales se inauguró en la Constitución Mexicana de 1917, producto de una revolución y sancionada en medio de un país altamente convulsionado, que protagonizó la más cruenta guerra civil de la región en el siglo pasado. La Carta de Querétaro no incorporó estos derechos como resultado de una elaboración teórica previa, sino por reclamo de sus diputados obreros y campesinos, contra la opinión de los letrados -formados en la universidad porfirista-, que alegaban que conforme a la técnica constitucional dominante debían ser materia de legislación ordinaria. Dos años más tarde surge también en Europa, con la Constitución del Reich del 11 de agosto de 1919 (die Verfassung des Deutschen Reiches). Es innegable la influencia del artículo 7 de este texto en el artículo 40 de 1949, pero más aún lo es la del artículo 27 de la Constitución Mexicana.

Pero los tiempos cambiaban y el poder mundial también. El mundo comenzó un proceso regresivo que sigue hasta nuestros días. Sus primeros balbuceos se sintieron en la periferia latinoamericana una vez terminada la guerra de Corea. Un año y medio antes de la Proclama del 27 de abril de 1956, un balazo en el Palácio do Catete de Río de Janeiro resonó por todo el continente, y junto al golpe de estado en Guatemala que derrocó a Jacobo Arbenz e impuso la dictadura de Castillo Armas, marcaron el comienzo del fin de una época para nuestra región, preanunciando para nosotros el bombardeo y ametrallamiento de la Plaza de Mayo, la ejecución de prisioneros por delito político en función del mismo pretendido poder revolucionario, miles de detenciones a disposición del poder ejecutivo, la reapertura del penal de Ushuaia, exilios y asilos y proscripción del partido mayoritario.

Era el ocaso de las buenas intenciones de la primera posguerra que, en las décadas sucesivas se irían agudizando, con altibajos hasta llegar al momento actual. El neocolonialismo ensayó una nueva modalidad, con la llamada doctrina de la seguridad nacional y su guerra sucia, racionalizada por el nazi Carl Schmitt desde la universidad más reaccionaria de la España franquista, que envenenó las cabezas de nuestros oficiales militares hasta convertirlos en ejércitos de ocupación de nuestros propios países.

Luego, terminada esa etapa, cerrada porque el capitalismo financiero había llegado a obtener la hegemonía sobre el productivo, el colonialismo ya pasó a ser el tardocolonialismo de nuestros días.

Ilustración de la época, Julio de 1957.

La Constitución de 1949 fue hija del pensamiento generoso de su época, responde a la misma tónica de la Declaración Universal de Derechos Humanos, apenas anterior en meses a ella; la adelantó y perfeccionó. Su propio artífice, Arturo Enrique Sampay, muchos años después reconoció errores, pero su autocrítica quizá no fuese del todo justa, porque cada texto es hijo de una época y en la tormenta no puede faltar conducción. No es posible reprochar a Alberdi –que no pudo prever que el liberalismo de su texto se convertiría en bandera de nuestra posterior oligarquía- ni a Sampay y a los constituyentes de 1949, por los defectos en la previsión de la estructura del poder en tiempos en que había que neutralizar décadas de infamia oligárquica, racista, elitista, entregadora y vendepatria. Toda Constitución es un texto histórico y cultural, como todo el derecho y como la política.

Lo que es indudable es que la Constitución de 1949 fue abolida por un acto de fuerza, ante el silencio cómplice de lo más granado de nuestros juristas, que miraban para otro lado y siguieron haciéndolo mientras se fusilaba por delito político, contra lo resuelto por la corte marcial, invocando los mismos poderes revolucionarios en función de los cuales se abolía la Constitución. Esos mismos juristas explicaban en la Facultad de Derecho que eso era correcto, conforme a la teoría pura del derecho de Kelsen, dado que cada revolución introducía una nueva Grundnorm, legitimante de todo lo que se hiciese después.

Sesenta y cinco años después vemos hacia dónde conducía el proceso mundial regresivo que se anunciaba en nuestra región y que acabaría en el actual poder financiero transnacional. Las legislaciones nacionales se venden al mejor postor, derogan leyes sociales, laborales y medioambientales para hacerse más atractivas al capital, quedan a merced del mercado y, en nuestra América ni siquiera esto se produce, porque nunca afluyen los prometidos capitales productivos, sino que nos introducen agentes de la mafia financiera del norte mediante partidos políticos únicos (medios monopólicos de comunicación) para encaramar a sus agentes en la política para que celebren no contratos de deuda que nos dejan a merced de sus jueces municipales tipo Griesa, para que nos inmovilicen fondos nuestros depositados en sus bancos y nos embarguen naves de guerra, para satisfacer la extorsión de aventureros que muestran su cara a través de un gordito antipático con rostro de fullero. Este proceso se anunció sesenta y cinco años atrás con la abolición de la Constitución de 1949 el 27 de abril de 1956.

La Convención declara que la Constitución de 1853 se encuentra vigente, 23 de septiembre, 1957..

E. Raúl Zaffaroni

Profesor Emérito de la UBA. Ex ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

Compartir

Te puede interesar

El terror sin fronteras

El terror sin fronteras

Por Equipo Museo Sitio de Memoria ESMA

Voces de ultratumba

Voces de ultratumba

Por Rodolfo Yanzón

Así es el calor

Así es el calor

Por Sebastián Scigliano

  • Temas