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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

11/10/2023

Generaciones: hijos e hijas de los 70

La Gringa

Por María Coronel

Ilustración Soledad Sobrino

Pensar en mis viejxs es hacer un ejercicio mental por crear recuerdos que no tengo, evocar sensaciones que percibo por ahí dando vueltas y que se disparan en algunos lugares.

Ahora, si puedo pensarlos y reconocerlos como una presencia fuerte y amorosa en mi vida es gracias a haber tenido a mi abuela, la mamá de mi papá, la que a la fuerza nos tuvo que hacer de mamá a mi hermana y a mí. Ella nos fue dando los pedacitos para armar el rompecabezas que es nuestra familia.

Podría escribir un libro entero sobre ella, pero lo precario de mi escritura sólo sabe de relatos cortos que intentan resumir el vendaval de sentires que asocio con ella. Van algunos aquí. 

Ilustración: Soledad Sobrino 

1.
Mi abuela Gringa, Francisca de nacimiento, entendió a los ponchazos pero bastante rápido de qué venía la militancia de sus dos hijos. Probablemente entendía poco pero aprendió a acompañar y, para su profundo dolor, supo los peligros que iban asociados. 
Cuando mi viejo cayó preso en 1971 lo siguió por todas las cárceles del país por donde lo trasladaron. Hasta tenía recortes de diario donde aparecía ella en notas a familiares de presxs políticxs, en unas fotos que me encantaban porque la veía hermosa con ese sacón largo de cuerina que jamás conocí. Se re enojaba al acordarse de que cuando su hijo mayor fue liberado en Devoto, con la amnistía de Cámpora, se olvidó de la madre que había viajado por él todos esos años y se fue a celebrar con lxs compañerxs y arrancar de nuevo la militancia. Lo vio al fin una semana después…

Y cuando ese hijo mayor fue asesinado en septiembre de 1976 empezó su camino de enfrentar los miedos y viajó desde Ledesma hasta Buenos Aires a buscar su cuerpo. Ese arrojo doloroso es lo que nos dio la posibilidad a nosotras, sus nietas, de tener al menos una tumba para hacer alguno de los duelos.

2. 
Intentó convencer a su hijo menor, mi tío Roberto, el hijo que le quedaba, que se escapase del país. Pero la lealtad eterna de él fue siempre por mi viejo, por ese lazo de amor incondicional que tuvieron. Le había prometido que iba a cuidar a su familia si a él le pasaba algo. Así que mi tío, mi Papá Gato como me contaron que le decía, se quedó.

A mí mamá la secuestraron el 14 de marzo de 1977. Mi abuela se enteró porque la llamó enseguida la tía de mi vieja que nos escondía desde la muerte de mi viejo. Esa tía se enteró porque volvió a su casa y me encontró a mí sentada, con mis dos años, mirando la tele sin moverme. Faltaba mi mamá. Pero, sobre todo, faltaba Lucía. Mi hermana, de diez meses, iba a todos lados con mi mamá. 
Me acuerdo muy bien de lo que mi abuela contaba de esos momentos. Ella sabía que mi mamá no iba a sobrevivir, tenía que buscar a su nieta. Otra vez hizo el viaje, desgarrada, desde Ledesma. Esta vez también iba mi abuelo, Carlos, para quedarse conmigo.
Buscaron el hotel más caro que encontraron, para que nadie los sospechara de “subversivos”. Se instalaron ahí conmigo y mi abuela arrancó su búsqueda en una ciudad que desconocía casi.

Nunca nos contó la historia con todos los detalles. Eligió atribuírle a la Virgen de Luján el milagro de haber encontrado a su nieta días después en la Casa Cuna de la provincia, atada a una cuna y con una pareja de policías muy interesada en su bienestar. 
Ese día, después de mil horas afuera y con mi abuelo convencido de que ella también había sido secuestrada, volvió al hotel con mi hermana en brazos. Contó que nos abrazamos los cuatro y yo, que casi no hablaba en ese momento, sólo lloraba y repetía TODOS JUNTOS. 

3. 
A la semana del secuestro de mi vieja llegó el golpe más duro para mi abuela. Se llevaron a Roberto, su hijo menor, su bebé. 
Su enorme dolor fue haber tenido que hacer el mismo razonamiento que con mi vieja. Con el dolor que la partía al medio, decidió volver ahí mismo a Ledesma para salvar lo único que le quedaba, sus dos nietas. Recién cuando nos tuvo instaladas en Ledesma y un poco más tranquilas, volvió a Buenos Aires a presentar el primer hábeas corpus.

Llegamos de noche a Ledesma. A la mañana del otro día tocó la puerta una mujer que le devolvió un poquito de vida a mi abuela: Olga Aredez. La Olga ya era Madre de Plaza de Mayo, pero no fue a decirle ahí a la Gringa que se una a la organización. Ella entendía el dolor, sólo fue a decirle que contaba con ella para lo que sea.

Mi abuela, esa gringa de sangre siciliana, dura para mostrar emociones, me enseñó muchas cosas fundamentales en esta vida. Una fue la lealtad a las personas de buen corazón. La Olga, con ese pequeño gesto, se ganó el amor incondicional de mi abuela hasta la muerte. 
Así empezó su camino de súper heroína, con la capa blanca con forma de pañuelo en la cabeza. 

4. 
Yo creía que mi abuela era enorme, gigante. Tengo una imagen grabada en la memoria: esos jueves, en la plaza de Ledesma, Lucía y yo con pañuelitos blancos en la cabeza, como el de ella. Muchxs otrxs niñxs ahí, con sus abuelas. Nadie más que nosotrxs en la plaza, nadie pasaba por ahí esos días. Yo parada al lado de mi abuela, levantando la mirada y mirándola extasiada mientras gritaba para el lado de la municipalidad. No sé qué gritaba, eso no me acuerdo. Lo que sí registro es que me parecía invencible, capaz de todo, sin miedo.
Siempre le dije que, aunque ella no entendía el feminismo, fue quien me lo enseñó. Ella y las otras Madres. Viéndolas siempre creí que las mujeres eran seres hermosos y fuertes, capaces de todo.

Tan de todo eran capaces que la vi enfrentarse a quien nadie se animaba: el cura del pueblo (en esos momentos era pueblo, ahora ya es una bella ciudad). Ledesma tenía un cura español, franquista, muuy facho. Pero mi abuela, católica ella, quería que yo haga la comunión. Así que ahí fuimos un día las dos (iba a decir de la mano, pero mi abuela no daba la mano) y el señor en cuestión, sin ningún pudor, le dijo que él no daba la comunión a hijos de subversivos.

Yo creo que ella debe haber tenido ganas de putear o de llorar pero no dijo absolutamente nada. Sólo se dio vuelta, salió, y en la puerta de la iglesia me dijo que desde ese día teníamos prohibido pisar la vereda de ese lugar.

Yo lo sufrí un poquito, porque en un pueblo a veces los acontecimientos divertidos pueden ser las procesiones o las kermeses de la iglesia. A veces, confieso, mi hermana y yo dejábamos que algún vecinx nos lleve a escondidas de mi abuela pero, con los años, se transformó en una de las cosas que más amé de ella. 

Ilustración: Soledad Sobrino 

5. 
Un dia, de golpe, mi abuelo se murió. Mala praxis en el hospital del ingenio. A nosotras nos avisaron en la escuela y nos llevaron a la casa. Ahí tuve uno de mis golpes más fuertes, abrió la puerta mi abuela, llorando. Yo nunca la había visto llorar.

Me asusté mucho. No lo sabía, pero intuía que nuestra vida iba a cambiar mucho de nuevo.

Esa noche mi abuela armó un bolsito de ropa para cada una y nos subió al furgón donde estaba el cajón con mi abuelo. Sólo nos dijo que lo iban a velar y enterrar en Tucumán y que nos íbamos a quedar a dormir en la casa de nuestra abuela y tías abuelas maternas, la casa de nuestras vacaciones de todos los años.

No la volvimos a ver en meses. Nadie nos dijo nada. Solas nos dimos cuenta de que ya no íbamos a volver a Ledesma, que ya no íbamos a volver con nuestra abuela, que ahora vivíamos en Tucumán.

Después del primer impacto, ella iba a veces a visitarnos. Yo no la quería ver casi, me sentía abandonada. Años estuvimos así.
En nuestra adolescencia, cuando empezamos a buscar desesperadamente la historia de nuestrxsviejxs porque ya nadie nos las contaba como nuestra abuela, la fuimos a visitar. Era obvio que no estaba bien pero éramos muy chicas como para poder entender la depresión. Nos pidió que no volvamos más, que le hacíamos acordar de lo que no quería recordar y que no quería que nos viera así.

Ese dolor fue enorme e incomprensible pero, cuando empezamos a militar en HIJOS, nos dimos cuenta de que mi abuela recordó siempre y mucho, que gracias a eso nosotras teníamos la base dónde pararnos para ser nosotras mismas y que podíamos empezar a entenderla. 

6.
Cuando mi hijo tenía unos 3 o 4 años Lucía me contó que la había encontrado en el banco a la abuela Gringa. Que estaba diferente, que nos quería ver. Me resistí todo lo que pude, sentía todavía mucho dolor. Por suerte mi hermana, mucho más generosa, me convenció. 
Y qué suerte, porque recuperamos a la que fue nuestra mamá y mi hijo ganó una abuela, esa abuela que ella podría haber sido con nosotras pero no le dejaron chance. A 13 años de su muerte, Simón todavía se acuerda de su abuela Gringa malcriadora y amorosa, de esa relación tan bonita que tuvieron.

Y nosotras logramos entenderla al fin y amarla más y mejor. La vida le dio al fin aunque sea un rato, otra vez una familia. 

7. 
En sus últimos momentos de vida, mientras la acompañaba y observaba, la vi sonreír y estirar los brazos como para abrazar a alguien. Juro que esa vez no tenía esa tristeza eterna en los ojitos color miel. Sonreía porque volvía directo al amor. 

María Coronel

Coordinadora del Espacio para la Memoria La Escuelita de Famaillá. Secretaria de Organización de CTA de los Trabajadores de Tucumán.

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