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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

29/11/2017

ESMA III - La sentencia

"Es un imperativo que la Justicia hable"

Cristina Aldini es sobreviente de la ESMA, testigo y querellante del juicio del que en unas horas se conocerá la sentencia. "Parece increíble, pero acá estamos", dice a la expectativa de lo que el tribunal resolverá hoy y que servirá para ordenar "el andamiaje que sostiene a una sociedad en el sentido de que esto que pasó no se puede hacer nunca más"

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“No puedo creer que estemos llegando a la sentencia. Hubo mil incidentes por los que este juicio podría haber quedado interrumpido. Es el juicio penal más largo de la historia argentina y dentro de los de lesa humanidad es el más grande pero el más controvertido, porque las defensas hicieron todos los intentos posibles para tratar de voltearlo. Pasaron cosas insólitas, recusaciones, denuncias, licencias de todo tipo, pedidos de nulidad con los justificativos más absurdos. Cualquier cosa permitía un pedido de impugnación. Parece increíble, pero acá estamos”.

Sobreviviente de la Esma, querellante y testigo de la causa ESMA III, Cristina Aldini no le perdió pisada a este juicio. “Siempre tuvieron un poder ordenador del andamiaje que sostiene a una sociedad en el sentido de que esto que pasó no se puede hacer nunca más. Sin embargo, ahora, hoy, en este momento, con tantos derechos elementales vulnerados, se me hace un imperativo que la Justicia hable y que podamos escuchar esas condenas”.

Cristina declaró dos veces en la causa Esma: en el fallido primer juicio y en este tercer tramo, el 9 de abril de 2014. Desde entonces, desde que pudo poner en palabras aquel horror y dolor pasaron más de tres años y medio. Sin embargo lo que vaya a pasar hoy no clausura una etapa de la vida. “Siento que es muy importante pero no cierra nada, porque a pesar de que es un juicio grande con 54 imputados y 789 víctimas, no agota los hechos. Sí siento que tiene un efecto de algún modo reparador, algo se acomoda distinto adentro de uno, sobre todo si uno puede declarar. Es muy impresionante eso de poder pronunciar la propia palabra en un tribunal. Me cuesta explicarlo, pero tiene que ver con el valor de que un testimonio sea considerado como un hecho real, cuando eso que pasó fue consecuencia de un plan represivo y clandestino. Y no me olvido de que todo esto lo conseguimos con el esfuerzo del amor y el dolor de mucha gente”.

A Cristina hoy las palabras le salen fáciles, pero le costó más de 20 años poder explicar lo que vivió. “Yo no podía hablar de lo que me había pasado. No me ocurrió lo que a otras personas que pudieron salir a testimoniar rápidamente. Yo no pude. Incluso cuando vino la democracia no podía hablar de mi propia experiencia concentracionaria. Para mí fue muy importante en el año 96 la aparición de los HIJOS en el espacio público. La aparición de los HIJOS aquel 24 de marzo fue un hito para muchos, pero yo lo viví muy fuertemente. Ahí empecé a poder hablar”.

Sentada en un banco de lo que fue su lugar de cautiverio entre el 5 de diciembre de 1978 y junio de 1979, piensa que los tiempos no son iguales para todos los sobrevivientes. “Pero en el contar está la esencia de todo esto. Y el contar se vuelve compromiso, porque esto es un entramado oculto, entonces cuando el entramado se empieza a mover hay una necesidad de ir un poco más allá. Es al día de hoy que se siguen descubriendo tramos que se desconocían. Entonces es importante seguir hablando para seguir descubriendo. Porque tengamos en claro que la mayoría de los archivos no se abrieron. Entonces, todo lo que sabemos lo sabemos por los testimonios, por nuestras propias investigaciones, por los compañeros que analizaron al detalle documentos de la época y encontraron pruebas”.

“Poder relatar estos hechos para mí también tiene un significado: poder recordar y no revivir continuamente lo vivido. Porque la condena perpetua tiene que ser para los genocidas y no para las víctimas”, declaró Cristina aquel 9 de abril, rodeada de compañeros, amigos y familia.

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El 5 de diciembre de 1978 Cristina y su pareja, Alejo Mallea, El Negro, habían quedado en encontrarse después del trabajo en la estación de subte Callao de la línea B. Como él no llegaba, bajó a la boca que está en diagonal a confitería La Opera. Allí la esperaba una patota.

“…se abalanzan sobre mí, era una cantidad de personas que no puedo decir. Me inmovilizan. No puedo ni siquiera forcejear. Me llevan al exterior, donde había un auto. No puedo precisar nada, pero sí que era un auto particular. Era un auto sin identificación. Me tiran en el piso del auto, todo esto a los gritos. Me insultan y me llevan a un lugar que desconozco. Me ponen una capucha. Yo escucho que se comunicaban con otros móviles. Me llevan hasta lo que después supe que fue la ESMA y me llevan hasta el sótano", siguió su declaración.

“No hay vez que no pase por ese subte y no recuerde la escena. A veces me costaba un triunfo ir por ahí; pero, bueno, ahora voy y tomo el subte, lo hago igual, pero no está naturalizado. Jamás. Está todo muy cambiado ahí abajo, pero igual ese lugar lo tengo conmigo”, dice.

Mucho de lo que vino después está contado en el libro Ese infierno que Cristina escribió junto a Miriam Lewin, Munú Actis, Elisa Tokar y Liliana Gardella, todas sobrevivientes, que reunieron sus voces y su memoria, cargada de resistencias pero también de debilidades.

Cristina vio por última vez a Alejo en la ESMA, con un tiro en la frente. Había pasado un día desde que ella estaba ahí secuestrada. Sin embargo, nunca más supo de él.

“Estuvimos un año juntos. El estudiaba Medicina, pobre, como podía, porque era muy complicada su situación familiar. Sus padres habían muerto de causas naturales y quedaron los cinco hermanos solos. Mi cuñada Alicia, de 21 años, que era la mayor era la figura materna en esa casa de jóvenes. A ella se la llevan el 4 de abril de 1976 de ese departamento, que estaba en el mismo edificio donde vivía Armando Lambruschini, junto a su novio y una amiga. Nunca más aparecieron. El Negro no estaba allí de casualidad y a los otros tres chicos los llevaron a un juez de menores”.

Nunca más pudieron ver a ese hermano mayor, que les enseñó a andar en bicicleta y los ayudaba en la tarea escolar. “Yo los volví a ver en el 83 porque pusieron un aviso en el diario preguntando por el Negro y por Alicia, y claro que ahora los sigo viendo”, cuenta con un nudo en la garganta recordando esa casa de familia ensamblada de jóvenes que terminó en tragedia.  

“Al Negro lo ejecutaron en la General Paz, aparentemente lo interceptan en un taxi con el que intentaba escapar. Yo lo vi al día siguiente de caer. Después no sé, hice lo que pude”.

Cristina hizo trabajo forzado en la ESMA, que “era una forma de salir de esa situación de impotencia absoluta. Hacer algún tipo de trabajo era como emerger. Empezás a tener existencia en un espacio y tiempo. A mí me llevaban a El Dorado, estaba en el archivo”.

Después vino el tiempo de la “libertad vigilada” y pudo empezar a ir a dormir a su casa familiar, hasta que en marzo de 1980 le permitieron irse a vivir a Santa Fe.

“Era insoportable estar acá, porque estábamos a expensas de que nos llevaran o nos trajeran, que hicieran lo que quisieran con nuestras familias. Siempre con temor. Y un poco de distancia me iba a permitir no estar tan a mano. Y con una compañera de San Jorge, a la que conocí en cautiverio,  me fui a su pueblo para terminar el Profesorado de Enseñanza Primaria”.

Vivió seis meses en aquel pueblo chiquito, pero extrañaba mucho. Recuerda que se paraba en una esquina con su delantal blanco y se decía qué estoy haciendo acá. Entonces volvió.

“De todo eso que vivimos lo único bueno que se puede rescatar son los otros. La resistencia del que está al lado, los gestos solidarios, el que te trae un yogur y te lo da de comer en la boca por debajo de la capucha… tengo un montón de amigos de cautiverio que quiero mucho. Ellos son los que volvieron ¿entendés? Como volví yo. Uno puede tener diferencias, pero son los compañeros con los que tengo una historia común. Y están ellos y están todos los demás. Viene uno de ellos y vienen todos los demás”.

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