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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

25/05/2020

Mayo de 1810: entre la crisis y la revolución

En las últimas décadas la tradicional interpretación que concebía a la Revolución de Mayo como el momento en que la nacionalidad argentina se emancipó del dominio español fue puesta en cuestión al sostenerse que las principales causas de la ruptura deben buscarse en la crisis de la monarquía española más que en la maduración de dicha nacionalidad. En este ensayo, el historiador Fabio Wasserman afirma que hoy el principal desafío radica en explicar cómo, cuándo y por qué esa crisis devino en una revolución cuyo desenlace fue la independencia de gran parte de Hispanoamérica y para ello indaga en la transformación de las identidades políticas de las elites criollas en tanto indicador relevante del paso de la crisis a la revolución.

España y la monarquía española llorando por América. Óleo s/tela. Alto Perú, hacia 1810-1820. Donación Igor Ben Lelczuk. Colección MIFB

Foto: Gentileza del Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco, Ministerio de Cultura, Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Introducción

Tradicionalmente la Revolución de Mayo fue concebida como el momento en el que la nacionalidad argentina se emancipó del dominio español. Esta interpretación comenzó a ser puesta en cuestión en las últimas décadas al sostenerse que la clave explicativa de la ruptura debe hallarse en la crisis de la monarquía española más que en la maduración de una nacionalidad argentina o de actores que la representarían y cuyos intereses entraban en contradicción con el orden colonial. Ahora bien, lo que no resulta tan sencillo de explicar en el marco de este nuevo paradigma es cuándo, cómo y por qué la crisis devino en una revolución cuyo desenlace fue la independencia de buena parte de Hispanoamérica y la creación de nuevas comunidades políticas.

Las razones del pasaje de la crisis a la revolución y el señalamiento de cuándo se produjo admiten diversas respuestas que dependen tanto de las distintas concepciones que tengamos sobre qué implica una revolución como de las ideas que podían tener sus protagonistas al respecto. Asimismo dependen de los actores que consideremos, ya que si bien la revolución afectó a toda la sociedad Hispanoamérica no se produjo al mismo tiempo ni del mismo modo.

En este ensayo examinaré un indicador relevante del paso de la crisis a la revolución: la transformación de las identidades políticas de las elites criollas[1]. Mi hipótesis es que si al iniciarse la crisis éstas podían identificarse como españoles americanos, es decir, como súbditos de la monarquía y miembros de la misma nación que los españoles europeos, la revolución y la guerra provocaron una ruptura y la asunción de una identidad americana contrapuesta a la española que, al politizarse e ideologizarse, expresaban también valores, principios e intereses encontrados: América podía identificarse con la libertad, el futuro y la nación en contraposición a una España asociada con la tiranía, el pasado y la colonia.

 

La crisis de la monarquía española

La trama que dio origen a la revolución de independencia americana se fue gestando desde fines del siglo XVIII en el marco de una progresiva crisis económica y política de la monarquía española potenciada por su participación en los conflictos entre Francia e Inglaterra. La creciente debilidad de la Corona y su administración colonial se evidenció en la impotencia de las autoridades y las fuerzas regulares ante las tropas inglesas que ocuparon Buenos Aires y Montevideo en 1806/7. Aunque también participaron tropas regulares, fue la población organizada en milicias la que reconquistó y luego rechazó a los invasores en la capital del Virreinato forzando su retirada de la región. Estos sucesos tuvieron un gran impacto en la política local y de hecho muchos verían en ellos el origen de la revolución. Por un lado, porque desataron una crisis en la administración colonial evidenciada en el reemplazo del Virrey Rafael de Sobremonte por Santiago de Liniers. Por el otro, porque dieron lugar a un cambio en las relaciones de poder entre americanos y peninsulares por la militarización de buena parte de la población masculina de Buenos Aires liderada por una oficialidad criolla. Ahora bien, esto no implicaba que se promoviera la independencia pues casi toda la población siguió manifestando su fidelidad a la monarquía católica y su pertenencia a la nación española.

La crisis local pronto se potenció por la desatada en el corazón de la metrópoli. Una serie de medidas tomadas por Carlos IV y su ministro Godoy les valió un gran desprestigio agudizado por el accionar de las tropas aliadas francesas en territorio español. En marzo de 1808 se produjo el Motín de Aranjuez que provocó la destitución de Godoy y la abdicación de Carlos IV en favor de su hijo Fernando VII, una figura joven en la que muchos depositaban la esperanza de una regeneración. Napoleón aprovechó estas desavenencias e invitó a la familia real a la ciudad de Bayona logrando que ambos abdicaran en favor suyo para luego ceder el trono a su hermano que se coronó como José I. Las abdicaciones de Bayona eran un hecho inédito de consecuencias imprevisibles ya que no se trataba de una conquista ni de una alianza, sino de un cambio de dinastía en favor de un aliado hecho bajo presión, sin el consentimiento del reino y quedando en cautiverio los monarcas. Algunas autoridades como el Consejo Superior de Castilla aceptaron al nuevo Rey, así como también lo hicieron numerosos notables. Pero buena parte de la población se opuso y se sublevó, a la vez que se fueron creando juntas de gobierno locales en los reinos y provincias que basaron su legitimidad en la retroversión de la soberanía o alegando que se constituían en sus depositarias hasta tanto Fernando VII fuera repuesto en el trono. En septiembre de 1808 se creó una Junta Central para contar con una autoridad que gobernara los dominios de la monarquía y que dirigiera la guerra de independencia contra los franceses que ocupaban buena parte del territorio español. Inglaterra, por su parte, se alió a España y envió tropas en apoyo de la Junta, además de modificar su estrategia hacia la América española pues ya no podía apoyar su emancipación o, al menos, no podía alentarla explícitamente.

Las abdicaciones de Bayona también tuvieron un gran impacto en América pero en lo inmediato no provocaron grandes alteraciones, entre otras razones, porque no fue un escenario bélico. Si bien se crearon algunas juntas con diversa suerte y orientación política (México y Montevideo en 1808; Quito, Chuquisaca y La Paz en 1809), en general se respetaron a las autoridades constituidas, se juró lealtad a Fernando VII y se reconoció a la Junta Central. Ésta, por su parte, y para subsanar su precaria legitimidad, hizo una convocatoria a Cortes Generales en la que estarían representados los reinos y provincias, socavando así el orden absolutista al crear una representación política de la sociedad. Además, y para asegurar la lealtad de los americanos, la Junta los invitó a enviar representantes para que se integren a la misma. Esta medida, que fue acompañada por algunas expresiones equívocas en relación a su condición colonial, provocó reacciones ambiguas entre las elites criollas ya que si bien era un reconocimiento de su pertenencia a la nación española se les otorgaba una representación exigua en relación a los europeos.

En esa coyuntura conflictiva y confusa también se comenzaron a barajar alternativas para lograr una mayor autonomía o para estar preparados en caso de un eventual triunfo de Napoleón que hiciera desaparecer a toda autoridad legítima en la península. Una de esas propuestas fue el carlotismo, así llamado por promover la Regencia de la Infanta Carlota, hermana de Fernando VII, que desde comienzos de 1808 residía en Río de Janeiro acompañando a su esposo, el Príncipe Regente de Portugal. El carlotismo concitó diversas adhesiones en el Río de la Plata que incluía a criollos ilustrados como Manuel Belgrano pero también a funcionarios coloniales. Esta diversidad de apoyos se debía al hecho que, más allá de la orientación que pudiera dársele a su Regencia, Carlota podía invocar mayor legitimidad que cualquier otra autoridad. Pero los intentos en ese sentido no pudieron prosperar ante la falta de apoyo de Portugal y de Inglaterra que privilegió su alianza con las autoridades metropolitanas.

La crisis también agudizó los enfrentamientos entre los grupos locales que aspiraban a incrementar su poder, tal como sucedió al comenzar 1809 cuando el Cabildo de Buenos Aires guiado por el comerciante Martín de Álzaga, procuró crear una Junta para desplazar al Virrey Liniers. Este intento se vio frustrado por la actuación de las milicias criollas creadas durante las invasiones inglesas, quedando así en evidencia su poder y el de sus líderes. Pero también quedó en claro que estos seguían manteniendo su lealtad a las autoridades metropolitanas tal como se verificó a mediados de ese año cuando Cornelio Saavedra, comandante del cuerpo de Patricios, decidió acatar la decisión de la Junta Central que había nombrado Virrey a Baltasar Cisneros. Pocos meses más tarde la situación ya sería otra, así como también la respuesta de Saavedra y de buena parte de la elite local.

 

“Mayo de 1810: entre la crisis y la revolución” - Revista Haroldo | 1
Juana Azurduy de Padilla, luchadora por la independencia de América, retrato en un billete de 100  bolivianos.

La revolución

A comienzos de 1810, y tras el triunfo de las tropas francesas sobre las españolas, se disolvió la Junta Central y fue reemplazada por un Consejo de Regencia que, protegido por fuerzas inglesas, encontró refugio en la Isla de León. A medida que estas novedades llegaban a América se hacía evidente que las situaciones locales también se modificarían. En varias ciudades se convocó a Cabildos abiertos en los que se sostuvo que ante la ausencia de toda autoridad legítima la soberanía debía ser reasumida por los pueblos. De ese modo se erigieron juntas para que gobernaran en nombre de Fernando VII que desconocieron a las autoridades metropolitanas (Consejo de Regencia y luego las Cortes de Cádiz) y a quienes seguían respondiéndoles en América como los virreyes de México y Perú, quienes a su vez también desconocieron a los nuevos gobiernos.

Esto dio inicio a un proceso cuyas primeras expresiones fueron confusas y plagadas de ambigüedades, pero que pronto se fue radicalizando en el marco de enfrentamientos armados que iban obligando a tomar posiciones cada vez más claras. De ese modo, lo que hasta entonces era una crisis que ponía en cuestión las bases de la monarquía pero no necesariamente la pertenencia a un mismo cuerpo político, la nación española, devino en una suerte de guerra civil que en poco tiempo se transformó en una guerra de independencia o anticolonial. En ese marco se produjo una extendida disputa en la que además de acceder al poder también se puso en juego la posibilidad de redefinir las relaciones sociales y políticas en base a nuevos principios y valores. De ese modo, la revolución y la guerra se entrelazaron con numerosos conflictos sociales, étnicos y regionales que se prolongaron durante varias décadas y que provocaron importantes cambios en la configuración de las sociedades americanas cuyo desenlace en el mediano plazo fue la creación de nuevas unidades políticas. Entre éstas la propia nación Argentina que no puede considerarse como una mera continuidad del virreinato rioplatense y en cuyo territorio terminarían constituyéndose también otras tres naciones: Bolivia, Paraguay y Uruguay.

En Buenos Aires la ruptura se precipitó en mayo de 1810 cuando llegaron las noticias de España. Tras la convocatoria a un Cabildo abierto el día 22 y luego de un vano intento de crear una junta presidida por el Virrey Cisneros, el día 25 se decidió su desplazamiento y la creación de una Junta Provisoria de Gobierno -la Primera Junta- cuya presidencia recayó en Saavedra. Este nuevo gobierno, que decía actuar en nombre de Fernando VII y del pueblo, encontró oposición armada en las autoridades de Córdoba, Montevideo, Paraguay y el Alto Perú. De ese modo se vio en la necesidad de tomar medidas cada vez más duras, comenzando por la expulsión de las antiguas autoridades virreinales como Cisneros y los miembros de la Audiencia en junio de 1810, la organización de dos expediciones armadas a los pueblos del interior, o la decisión tomada pocas semanas más tarde de fusilar a Liniers y a otras autoridades que habían desafiado a su autoridad. En esa coyuntura comenzaron a plantearse posiciones antiespañolas y emancipatorias cada vez más abiertas, tal como lo hizo Mariano Moreno como secretario de la Junta y redactor del periódico oficial La Gazeta. Pero más allá de las diversas convicciones que podían tener los dirigentes revolucionarios, debe tenerse presente que su accionar estuvo condicionado por una dinámica que fue obligando a asumir posiciones cada vez más radicales incluso a quienes propiciaban políticas moderadas como Saavedra.

Para entender esta dinámica se debe tener presente que tanto la Junta como los gobiernos que le sucedieron debieron enfrentar tres desafíos: ganar la guerra, imponer su autoridad en todo el territorio y organizar un orden político legítimo y estable. Se trataba de problemas entrelazados y cuya difícil resolución no sólo se debía a la necesidad de enfrentar a las fuerzas antirrevolucionarias, sino también a las divisiones internas ya sean de carácter faccioso o producto de las tensiones entre los gobiernos centrales y los pueblos que aspiraban a defender sus derechos. Cabe recordar en ese sentido que en la tradición hispánica se reconocía como pueblos a las comunidades que tenían un gobierno propio y una relación de sujeción directa con el monarca como podían ser las provincias, reinos o, como en este caso, las ciudades con Cabildo en el que estaban representados los vecinos, vale decir, las elites locales. De ese modo, a la guerra contra las fuerzas leales a la metrópoli se le superpusieron conflictos regionales y disputas jurisdiccionales entre distintos pueblos y, a su vez, entre algunos pueblos y el poder central. Pero esto no era todo, pues esos enfrentamientos también podían tener un contenido social, tal como sucedió en el marco de la disputa entre los gobiernos centrales y los pueblos libres liderados por José Artigas, una experiencia que se caracterizó por la movilización y la afirmación de derechos por parte de las clases subalternas rurales.

Ahora bien, ¿cómo percibieron y vivieron este proceso sus propios protagonistas? Para dilucidar esta cuestión debemos retroceder un poco y considerar nuevamente la crisis monárquica, pues ésta había generado un inédito e incierto estado de cosas dentro del cual no parecía haber respuestas claras sobre qué debía hacerse. Y si bien la revolución no terminó con la incertidumbre (más bien cambió algunos de sus componentes), permitió dar una respuesta y una salida a la crisis al delinear un nuevo rumbo para la región y el continente. En efecto, en el marco de la progresiva radicalización provocada tras la creación de la Junta en mayo de 1810, quienes adherían al nuevo estado de cosas comenzaron a plantear que estaba en juego algo que trascendía el cambio institucional o el reemplazo de peninsulares por criollos en el gobierno. También comenzaba a sostenerse que debía borrarse todo vestigio del pasado colonial para que pudieran reinar la Libertad, la Razón, la Justicia y para algunos también la Igualdad, tras siglos de opresión y dominio colonial -propósitos que podían interpretarse de diversa manera según cuáles fueran las convicciones de quienes los invocaran y los grupos movilizados tras esas banderas-. En ese sentido el cambio revolucionario comenzó a asumirse como un hecho y como un valor positivo que, al promover un corte abrupto con el pasado colonial, también permitía dotar de sentido a los sucesos en curso y, a su vez, reinterpretar a los ocurridos en forma reciente. La revolución proporcionó así un nuevo marco de inteligibilidad que fue de gran importancia: los sucesos inciertos y contingentes que venían ocurriendo desde hacía años comenzaron a considerarse como parte de un proceso de cambio histórico. De ese modo la crisis podía dejar de vivirse en forma pasiva y pasaba a un primer plano el accionar y la voluntad de sujetos que se consideraban protagonistas de la construcción de un nuevo orden. La revolución se constituyó así en una fuerza orientadora de la vida pública local y en forjadora de nuevas identidades políticas. De ese modo excedió su condición de acontecimiento o proceso al convertirse en un nuevo punto de partida histórico y, más precisamente, en un mito de origen para los pueblos rioplatenses, tal como lo seguiría siendo para la nación Argentina cuando ésta se constituyera décadas más tarde.

La percepción de la revolución como una ruptura total con un pasado signado por la ignorancia, la opresión y el despotismo está presente en numerosos documentos de la época y también se puso de manifiesto en los festejos que desde 1811 se realizaron para celebrar el 25 de mayo y que desde 1813 se institucionalizaron como fiestas mayas para conmemorar el nacimiento de la patria. Ahora bien, ¿cuál era la identidad de los miembros de esa nueva patria? ¿Podía seguir siendo igual a la de quienes diez años antes habían combatido a los ingleses defendiendo a su patria en nombre la nación española y en 1810 habían creado una junta de gobierno en nombre de Fernando VII?

 

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Cigarrera perteneciente a Mariano Moreno.  Además de su nombre, aparecen las inscripciones “D.D.” (su título profesional y de español americano: Don Doctor -en leyes-) y “Fernando VII - Viva el Rey”, así como el escudo de armas de la corona española.

 

Viejas y nuevas identidades: de la nación española a la patria americana

Para examinar cuáles eran las identidades de los criollos a fines del período colonial resulta necesario considerar diversos planos. El primero de ellos es el referido a su reconocimiento como súbditos de la monarquía, vale decir, como españoles americanos. Dicha pertenencia solía expresarse a través de una tríada de valores, principios o referentes que eran invocados para justificar o legitimar toda acción o discurso: Dios (o religión), Patria y Rey. Esto era coincidente con el concepto político de nación vigente que se refería a poblaciones regidas por un mismo gobierno o unas mismas leyes sin que esto implicara necesariamente que compartieran rasgos étnicos o un territorio. Es por eso que los criollos podían considerarse miembros de la nación española que estaba integrada por la totalidad de los reinos, provincias y pueblos que le debían obediencia a la Corona.

Si consideramos cómo se reconocían los criollos en otros planos ligados a lo étnico, cultural o territorial, encontramos que sus identidades podían ser muy diversas: españoles americanos; americanos; que expresaran la pertenencia a un virreinato como mexicanos o peruanos; a una gobernación o intendencia como paraguayos; o a una ciudad como potosinos o cordobeses. Lo que no se concebía en ningún caso era que este tipo de identidades fueran expresión de comunidades cuya existencia pudiera concebirse en forma independiente de la monarquía católica española. En todo caso podían vehiculizar la búsqueda de privilegios o de una mayor autonomía dentro del orden monárquico.

La identidad americana, que había comenzado a desarrollarse en el siglo XVI, cobró mayor fuerza y consistencia durante la segunda mitad del XVIII al articularse el rechazo a los juicios negativos sobre los americanos que circulaban entre los ilustrados europeos y los resquemores provocados por las reformas borbónicas que promovían una creciente intervención de la Corona y sus agentes en los asuntos locales. En ese marco la identidad americana cobró nuevos sentidos que expresaban el resentimiento y la afirmación de derechos que terminaron de dar forma a lo que se ha dado en llamar el patriotismo criollo o patriotismo americano y que algunos autores consideran como una causa o antecedente de la independencia. Asimismo fueron cobrando importancia algunos particularismos que abonaron la formación de identidades locales o regionales, como podía ser la veneración de la Virgen de Guadalupe en México o la de Santa Rosa en Perú. De ese modo, y junto con un genérico patriotismo criollo, también se fueron afirmando otras identidades a las que algunos autores consideran antecedentes de las actuales identidades nacionales. Sin embargo, eran contados los casos de quienes a fines del siglo XVIII aspiraban a cortar los lazos con la monarquía o la nación española. Dicho de otro modo: no se planteaba una relación directa entre esas identidades y la constitución de una soberanía.

En la consolidación y difusión de esas identidades también podían tener importancia algunos acontecimientos tal como sucedió en Buenos Aires durante las invasiones inglesas. El accionar de las milicias locales se constituyó en motivo de orgullo y de exaltación para los criollos tal como se puede apreciar en las poesías que celebraban esos hechos o en una arenga dirigida por Saavedra a los cuerpos milicianos americanos en la que felicitaba a sus miembros por haber mostrado su superioridad frente a los cuerpos integrados por españoles europeos, a la vez que exaltaba su lealtad hacia el monarca. Claro que para ese entonces la crisis de la monarquía estaba empezando a corroer sus cimentos, dando paso en muy poco tiempo a la revolución a partir de la cual rápidamente comenzaron a producirse cambios sustantivos en las identidades de los criollos. Pero no tanto porque se forjaran otras nuevas, como por el hecho que éstas comenzaran politizarse e ideologizarse, expresando tanto nuevos valores como la posibilidad de constituir comunidades políticas desligadas de la monarquía al plantearse con mayor claridad que la nación entendida como cuerpo político soberano podía ser América, alguno de sus virreinatos, provincias, pueblos, o la asociación de algunas de estas comunidades.

Fue en esas circunstancias poco claras para sus propios protagonistas y en las que aún no estaba nada definido, cuando muchos criollos comenzaron a concebir la posibilidad de constituir naciones soberanas, libres e independientes, tal como lo esbozó Mariano Moreno al señalar que ante la ausencia del monarca “cada provincia era dueña de sí misma, por cuanto el pacto social no establecía relación entre ellas directamente sino entre el Rey y los pueblos”. Más aún, aunque admitía que Fernando VII era amado por sus súbditos, no dudaba en cuestionar la legitimidad de la conquista y, por lo tanto, la pertenencia de América a la corona española pues esta sujeción no había sido fruto del consentimiento sino de la violencia prolongada durante tres siglos de dominio colonial. Es por ello que se permitía criticar abiertamente a España y a los españoles europeos que se habían comportado como si fueran los dueños de América.

Para ese entonces habían comenzado a producirse enfrentamientos armados que si los consideramos desde las fuerzas participantes y las banderas bajo las cuales luchaban, bien podrían considerarse como una guerra civil. Sin embargo, quienes combatían en nombre de la revolución y de los nuevos gobiernos comenzaban a plantear cada vez con mayor claridad que se trataba de una guerra anticolonial cuyo desenlace debía ser la declaración de la independencia y la constitución de nuevas naciones. Más allá de las precisiones que puedan hacerse en cuanto a la creación de esas nuevas unidades políticas, problema que seguiría gravitando durante décadas, lo que al calor de la revolución y la guerra se produjo fue un rápido abandono de la identidad española. Los criollos dejaron de percibirse como españoles americanos para pasar a considerarse como americanos. A su vez, y aunque durante un tiempo siguió invocándose el nombre del monarca cautivo, también se resquebrajó la tríada Dios, Patria, Rey, al suprimirse el último de los términos y al concebirse de otro modo a los dos primeros. En efecto, la patria y la religión siguieron constituyendo dos pilares de la identidad de los criollos. Así como se suponía que Dios o la Providencia estaban del lado de los americanos por la indudable justicia de su causa, la patria era constantemente evocada como el nombre de esa causa que reunía a los americanos, mientras que el patriotismo era la virtud que debía guiarlos para lograr la ansiada libertad.

Esta redefinición del patriotismo criollo o americano conjugaba una dimensión espacial -si bien algo indefinida pues la patria era también la local o la regional-, una experiencia de lucha compartida y, sobre todo, una voluntad de afirmación y una identidad que se oponía a la española que era considerada como sinónimo de atraso, violencia, opresión, humillación y colonialismo. No se trataba por lo tanto de una mera exaltación de lo nativo, sino que esa identidad patriótica estaba también teñida de valores y principios políticos como los de libertad, justicia, independencia y soberanía. Desde luego que esta identidad, como toda, no era universal: mientras que recortaba e integraba a un conjunto social, segregaba y se contraponía a otros. En ese sentido se destaca una cuestión que si bien aquí no puedo tratar, fue de gran importancia y lo seguiría siendo hasta el presente: mientras que para algunos esa identidad, y el proyecto político que expresaba, también debía incluir a los indios y a las castas, otros desechaban de plano cualquier consideración en ese sentido.

 

***

Fue recién el 9 de julio de 1816 cuando un Congreso reunido en la ciudad de Tucumán declaró la independencia de las Provincias Unidas en Sud América. Esta denominación algo imprecisa en cuanto a su delimitación incluía a pueblos de la actual Bolivia (nación entonces inexistente e incluso inimaginable con ese nombre) mientras que no estaban los del litoral rioplatense que integraban el sistema de pueblos libres liderado por Artigas. Esa relativa indefinición expresaba también la posibilidad de incorporar en un mismo cuerpo político a Chile y quizás a Perú cuando fueran liberados. No se trataba por lo tanto de la declaración de la independencia argentina ni sus miembros se sentían identificados con esa nacionalidad pues ésta era inexistente. Si bien había un difuso sentimiento de identidad rioplatense, lo que entonces primaba era la identidad americana y las identidades locales, vale decir, las referidas a las ciudades, pueblos o provincias allí representadas bajo ese nombre de Provincias Unidas en Sud América.

Pero dejar de lado a la nación o a la nacionalidad como clave explicativa de la revolución de independencia no implica que las identidades, en este caso las identidades políticas, deban dejarse de lado como un tema relevante para indagar dicho proceso. En ese sentido, y tal como quise mostrar en este breve ensayo, lo que había comenzado como una crisis de la monarquía española, en América se constituyó en una revolución de independencia en cuyo transcurso se produjo una notable transformación en las identidades de los criollos que luchaban por su patria para que ésta no volviera a ser un dominio colonial. Más aún, esta transformación de las identidades puede considerarse como una evidencia de que la crisis había dejado de vivirse como tal para dar paso a la revolución como fuerza que orientaba y daba sentido a esa singular experiencia que estaban viviendo los americanos y que cambiaría su historia en forma irreversible.

 

* El autor es Doctor en Historia (Instituto Ravignani. UBA - CONICET).

 


Bibliografía

 

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Notas

  • [1] Si bien existen indicios de que se produjeron transformaciones análogas en las identidades de las clases subalternas la información que tenemos es aún fragmentaria y parcial.

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